26 de mayo de 2014

Y llegaron nomás

Y llegaron los 40. Nada fue como esperaba, en el mejor sentido. No hubo crisis. No hubo escándalo. No hubo preguntas díficiles -sino imposibles- de responder ni momentos de zozobra ni mucho menos de dolor. Sólo hubo sorpresas, hermosas e inesperadas sorpresas, de las que, lo juro, no tenía ni la menor sospecha. Lo cierto era que yo no tenía muchas ganas de festejar este año. O, mejor dicho, de organizar, de pensar, de hacer toda la logística que implica un cumpleaños, aun uno pequeño como pensaba hacer yo... pero a veces lo que uno piensa y lo que finalmente pasa es diametralmente opuesto y bienvenido sea.
Recuerdo muchos cumpleaños y muchos "no-cumpleaños". Hay alguna foto por allí (deploro no tener mi impresora-escáner en momentos así) en la que aparezco junto a mi madre y frente a una torta bellamente decorada por ella (yo sostengo que ella era una artista en potencia y lo dejaba traslucir en esas cosas: las tortas decoradas, los sacos tejidos, las camisolas de bambula estampada...), cuando decorar tortas era empresa de valientes pues no existía nada de la parafernalia que existe hoy (sólo recuerdo las granas de colores y esas horribles pelotitas plateadas que no se podían comer).
Luego recuerdo, pues no hay foto, el cumpleaños en el que mi padre me hizo la torta que yo quería, es decir, la torta con forma de Sarah Kay: ya había algún que otro cotillón en el barrio y, por ejemplo, se podían alquilar los moldes. Recuerdo que él alquiló dos: el de Sarah Kay y uno con forma de casa (¡ah, simbolismos!), destinado a la torta de los "mayores" pues iba a ser una torta borrachita. Paradójicamente, recuerdo la decoración de esa torta pero no la decoración de la de Sarah Kay... Después, no sé, algún cumpleaños metalero, con muchos amigos del palo en casa, pizza y cerveza a morir y metal de fondo, obvio; luego nada, luego algún festejo con una amiga; luego otra vez nada; luego el cumpleaños que pasé trabajando, pues en el call-center (¡explotadores!) no existían los feriados (ni los domingos ni lo sábados...) y él, OH ÉL (ya saben quién), fue a esperarme a la salida y a darme su regalo y... pero eso mejor lo guardo para la novela. Después otra vez nada. Y, finalmente, cuando me mudé aquí, decidí que no iba a volver a pasar un cumpleaños sin festejarlo en regla. El primero fue arduo, increíble, durísimo y maravilloso: me encargué de todo (compras, logística, la torta, la comida, la atención) y no podía creer que yo era capaz de hacer algo semejante (pues de eso siempre se ocupaba mi padre quien, lamentablemente, ahora no estaba). Era la primera vez que recibía tanta gente (12 personas) en mi cajita de zapatos con balcón y estuvimos estupendamente. Se comió, se bebió y se rió sin tasa. Repetí la experiencia al año siguiente, ya canchera. Y el año pasado lo festejé en otro lugar, gracias a mi hada madrina. Y este año... como dije, no tenía muchas ganas de festejar ni de organizar nada. Entonces nos íbamos a reunir en Berlina, esa cervecería que tanto amo, unos pocos amigos. Uno de mis amigoscompañeros me pasó a buscar y me informó de un pequeño desvío que íbamos a tomar... juro y recontrajuro que no sospeché nada. Y al llegar al desvío... ¡SORPRESA! Todos mis compañeros de trabajo más algunos amigos ¡estaban allí! ¡Y con comida! ¡Y con cerveza artesanal! ¡Y esperándome a mí en la oscuridad! Creo que todavía no me repongo del shock y la emoción. Pero no terminó ahí: ayer disfruté de un asado y una tarde espectacular con otros amigos (hola, ¿les conté que tengo muchos amigos maravillosos, yo, que nunca me juntaba con la gente?) y, por si todo esto fuera poco, hoy llego al taller que doy en la UNLP y una de mis alumnas había hecho una riquérrima torta de chocolate coronada con una hermosa tarjeta por lo que, admito, no quepo en mí de la emoción y el asombro. Así que, a los 40 NO LES TENGO MIEDO!!!

23 de mayo de 2014

La previa de los 40 (ay)

A pedido del amable público, al que sin duda uno se debe, vengo a dejar unas líneas por aquí. Como comenté en Facebook, he estado toda la semana con un resfrío de lo más molesto, que me obligó a faltar un día al trabajo y a retirarme más temprano dos días seguidos e incluso (¡horror y espanto!) faltar a Lights (eso es totalmente imperdonable e inaceptable). Pero si no vine por estos lares también fue porque luego del último posteo (el del capuchino), comencé, luego de dar las vueltas reglamentarias, a reescribir mi novela. Y, tal como preveía, ya se convirtió en otra cosa, no insospechada, pero sí temida. Antes, era simplemente la historia de cierto triángulo amoroso en el cual estuve largamente involucrada, como puede apreciarse en varios de los posteos antiguos de este blog. Había otros elementos, desde luego, porque el periplo de aquel triángulo se inició mucho antes de que yo supiera, siquiera, qué era un "triángulo amoroso", y continuó cuando ya todo aquello no era triángulo ni amoroso ni nada, a lo que se sumaban, desde luego, algunas otras historias paralelas. Pero hasta ahí. Y nada más. En la primera primerísima versión, la que sólo leyó un escritor platense, yo había puesto de todo, cosas que tenían que ver y cosas que no, y muchos de sus comentarios me sirvieron para perfilar mejor lo que quería decir. En las versiones siguientes, que fueron ya leídas por varias personas y escritores amigos, platenses y no platenses, estaba mucho más claro y definido a qué quería apuntar, pero evidentemente faltaba. 
El triángulo amoroso siempre fue una excusa para otra cosa (como todo en la literatura, cabría agregar). Esa otra cosa ha aparecido en toda su magnitud ahora, justo en este momento, en el que los 40, esa edad traumática para cualquier ser humano, pero más para cualquier mujer, están ya ahícito nomás. Esa otra cosa no es más que la infancia revisitada, ciertas relaciones revisitadas y, luego, más adelante, sí, el triángulo y blah blah. No es que yo crea que mi infancia sea mejor o peor que la de nadie, pero sí creo que hay cosas que quiero rescatar, antes de que se fundan en el olvido o se distorsionen para siempre, si es que no se distorsionaron ya. Son los efectos, estimo, de estar sola en el mundo (dicho esto sin ningún aire victimizante, válame Dios), de no tener ningún férreo apego familiar, más que mis tíos y primos en España (justo los que más quiero y extraño son los que están más lejos), otros primos esparcidos por aquí y por allá, y nada más. De hecho, Catina es mi familia ahora, junto con lo que siempre gusto en llamar la "familia elegida", que son mis amigos. 
Entonces... encarar por esos rumbos no es fácil. La lágrima, la sorda emoción, el arrepentimiento (aunque no creo en él), la estúpida y tardía noción de que podría haber dicho o hecho esto o aquello acechan en cada palabra puesta en el papel. Se esperan tormentas y probables lluvias, nubosidad variable, alguna nevizca y fuertes aguaceros de aquí a que esto se termine. Se esperan revelaciones tan memorables como las que cundían en terapia, ahora sin la confortable red del diván ni las sabias palabras de mi psicoanalista. Se auguran borrascas y momentáneas pérdidas del norte, pero no importa. Se seguirá adelante, porque del otro lado habrá algo muy bello esperándome: el misterio y el asombro de un nuevo comienzo, como el que me espera pasado mañana.

Catina y yo (2014)

16 de mayo de 2014

Un capuchino y una novela: el diagnóstico

Hoy me senté a tomar un café con mi novela autobiográfica. Bueno, en realidad yo me tomé un capuchino y ella se dejó auscultar sin demasiados problemas por mi estetoscopio literario. Diagnóstico: padece de irrecuperable autorreferencialidad, de excesivo énfasis (según la opinión de otro acreditado profesional) y del maligno síndrome del sobreentendido. También adolece de demasiadas iniciales y de un inexcusable anacronismo en su personaje principal. ¿Qué terapéutica habremos de aplicar, suponiendo que tenga salvación? Tiene salvación, creo, pero habrá que hacer una reconstrucción radical, diría total, lo que traducido en términos literarios quiere que decir que no bastará con seguir depurando o corrigiendo sino que habrá que volver a escribir, lisa y llanamente. 
Y está bien.
Ésta es la segunda encarnación de mi novelín novelón, a cuyo protagonista masculino uds. conocen muy bien. En la primera, los problemas eran más graves, pero con sucesivas terapias de shock y numerosas cirugías reconstructivas pareció que había quedado relativamente bien (todo es relativo en la escritura, ya se sabe). Sin embargo, después de que la viera otro especialista y tras haber transcurrido ya por lo menos dos años desde la última vez que metí las pinzas en ella, es evidente que no ha sido suficiente. Podría ser no sólo mucho mejor sino más interesante. Podría ser otra cosa, podría abarcar otros temas conexos que en estas primeras versiones se soslayaron porque eran excesivamente espinosos o dolorosos para quien la escribe. Podría ser diferente, sin perder cierta esencia que me empeño en que mantenga (la autorreferencialidad, el anacronismo del personaje principal, una dosis bastante elevada de énfasis que hace buen juego con ese anacronismo más otra dosis también elevada de ironía que idem). Podría ser realmente una novela, más allá del rasgo autorreferencial tan mentado, si le hiciera caso a los especialistas que la trataron en primera y segunda instancia. 
Los especialistas tenían y tienen razón en muchas cosas: el tono de "informador social" en que caí reiteradas veces es, en efecto, execrable; el tono excesivamente explicativo, en consonancia con lo anterior, es igualmente horrendo (y yo soy la primera en decirles a mis alumnos que una cosa es el lenguaje informativo y otra el expresivo y que debemos focalizarnos siempre en éste último, ay...); la arrogancia que mostraba la narradora respecto a sí misma en muchos pasajes era del todo deplorable, así como las reflexiones "perogrullescas" que salpicaban todo el texto; es lamentable el abuso de adverbios terminados en "-mente" (¡y juro que le pasé el tetra, como nos enseña el maestro di Marco!); está bien que trata de una obsesión/adicción pero no se debe, bajo ninguna circunstancia, aburrir, aturdir o agotar al lector; es muy cierto, por otra parte, que le faltan diálogos, descripciones, ambientación, en suma, todo lo que hace a la representación del mundo a través de la palabra; también le falta sexo (no pornografía sino erotismo; no aburridas y mecánicas descripciones de coyundas sino deliciosos preliminares, encuentros fallidos por diversos motivos, enredos, todo lo que hace al sexo verdaderamente picante); también es necesario fantasear/ficcionalizar un poco más (bastante más, incluso).
Ahora, en lo que no pienso transigir en modo alguno (¡guarda que salió la taurina acá!) es en las constantes referencias literarias (creo que hasta pondré más), lo mismo que las mitológicas (prometo dar un poco más de contexto, eso sí), y en el énfasis desmedido, hiperbólico y asfixiante con que la protagonista se expresa cuando habla de su amadodiado (acabo de decidir que este término será incorporado a la novela). Eso es parte constitutiva de su ser (de mi ser... auch) y no lo negociaré jamás. Sí estoy de acuerdo en administrar esa hiperbolia de modo que se logre el efecto deseado (dar cuenta de la obsesión/adicción) sin enloquecer ni saturar al lector (puede que algunos lectores se saturen, lo sé). 
Debo decir que fue muy lindo alejarme de mi hogar con la novela en el bolso, sentarme en un hermoso café (Big Sur) y ponerme a mirar atentamente este manojo de hojas/sentimientos/palabras/deseos/pasiones/encuentros y desencuentros, y decidir ponerme a trabajar en él otra vez. En serio. Hasta que quede sublime... o lo más sublime que pueda.
Última cuestión: no pienso, tampoco, cambiar el título. Que se joda Saer (quien, de todos modos, le robó su Nadie nada nunca a Antonio Machado). 

Imagen: Analía Pinto (2014)

14 de mayo de 2014

Comienzos

Siempre pensando en los finales, en las despedidas, en los momentos en que las cosas finiquitan o cierran sus ciclos. ¿Qué tal si empezamos (si empiezo) a pensar un poco en los comienzos? 
Estos últimos días comenzaron muchas cosas, entre ellas el taller de lectura y escritura que doy en la UNLP, donde una vez más el maestro (vale decir, Jorge Luis Borges) demostró porqué es el maestro y porqué siempre es una excelente idea arrancar leyéndolo a él. Cada vez que doy un taller (ya es una cábala), arranco con él. Y todas las resistencias iniciales de mis alumnos, que siempre las hay y muchas, caen una vez que lo comprenden. Es lo que decía la otra vez: cuando uno aprende qué es lo que debe mirar en un texto y surgen las preguntas que descorren todos los velos, la magia de la literatura opera su taumaturgia y nos deslumbra, siempre. 
Pero hubo otros comienzos también: se me dio por hacer un taller de percusión. Desde que tengo uso de razón que amo la música y que quiero tocar un instrumento. Siempre quise, más exactamente, tocar el bajo, pero por los imponderables de la existencia (y los de mi almita meditabunda) nunca lo hice. Si bien es cierto, y yo comulgo con esa idea, que nunca es tarde para hacerlo, antes que seguir esperando que el susodicho instrumento caiga desde el cielo a mis manos, decidí que quizás sería más interesante comenzar por otra parte y desde hace un tiempo (más precisamente desde que vi a La Bomba de Tiempo en vivo en 17 y 71) que tenía ganas de meterme en algo así. Y una vez más Facebook (¡amado y odiado como aquél que ya sabéis Facebook!) me dio la oportunidad de hacerlo. 
¡Y qué maravillosa oportunidad!
La sala de ensayo donde se da el taller queda tan cerca de mi casa que es una risa. Pequeña y escondida en un enorme galpón oscuro y con un par de perros juguetones (imposible no pensar en aquel cuento de Fogwill del título largo que ahora no recuerdo con exactitud, pero que transcurre en los galpones de una fábrica), la sala de ensayo nos recibió y soportó nuestras (mis) torpezas a la hora de hacer algo tan simple como seguir el ritmo o, mejor dicho, "entrar en pulso". Lo que más me gustó fue volver a ser alumna y ser total y desprejuiciadamente principiante. Un baño de humildad muy necesario, siempre. Y la terrible concentración que exige eso de seguir el ritmo y lo fácil que uno se pierde en los hermosos y amados laberintos del sonido...
Comienzos, comienzos. Porque de finales ya está bien. Y lo mejor es que comienzos tenemos todos los días, como así lo muestra esta imagen, tomada ayer a las 7:46 de la mañana: 

Imagen: Analía Pinto (2014)

10 de mayo de 2014

El Rafa

Los abajenses se pusieron a discutir sobre autos y en todo el universo hay una sola persona en la que yo puedo pensar si de autos se trata: mi padre. Mi padre santo que se fue, hace casi cuatro años ya. Mi padre santo que nunca me enseñó a manejar, porque los dos sabíamos que eso iba a terminar mal. Qué idiota que puede ser el humano a veces (grande o chico, no importa): ¿quién mejor que un padre para enseñarnos algunas de las, ya que no todas, cosas esenciales de la vida como manejar? Pero en nuestro caso lo evitamos porque iba a ser para pelear. Los hijos, cuando los padres nos explican algo, solemos ponernos en ese modo odioso que podría traducirse como "te entiendo pero como me molesta tanto entenderte voy a fingir que no te entiendo para que te canses y me dejes en paz". Qué gran estupidez, insisto. No sé bien qué mecanismos operan allí, pero sé que es así. Y ahora que me dejó en paz, nada quisiera más que volver a estar con él, aunque más no fuera un minuto o dos segundos.
No es posible.
Lo que sí es posible es recordarlo, hablar de él, saber que otras personas también lo recuerdan con el mismo cariño. Ahora ya no importa si nos la pasábamos discutiendo, si todo lo que él hacía a mí me parecía mal, si nada de lo que yo hacía estaba bien, si quedaron tantas cosas sin decir, si no hubiera sido mejor hacer esto o aquello. Ahora ya no importa si yo dije, si él dijo, si yo grité o di un portazo (porque no me animaba a hacer otra cosa), si él hizo o no hizo o no sé qué. Ahora es tarde para todo, menos para la emoción y el recuerdo. Es igual de triste, pero no está mal.

El Rafa (Imagen: Analía Pinto, 2010)

8 de mayo de 2014

Idea, siempre Idea

Hace muchos años que leí por primera vez a Idea Vilariño. Desde el primer instante quedé totalmente prendada. En versos de cautivadora simplicidad y de una sutil crudeza desgarrada, Idea fue plasmando los vaivenes de una existencia signada por un amor (prácticamente) imposible: el que tenía por el escritor Juan Carlos Onetti. Por lo que comentan unos y otros, se llevaban muy mal. Quizás porque ella era intimidante de tan bella; quizás porque él era un hombre que no sabía expresar sus sentimientos más profundos; quizás porque nunca encontraron otro idioma común que no fuera el de la carne. 
Esta nota me recordó, una vez más, esos versos desgarrados y desgarradores y me recordó, cómo no, mi propia historia de amor, a la que siempre he comparado (con las salvedades del caso) con la de ellos. Al igual que Idea, yo también me he pasado meses, años enteros, sin saber nada de mi amado. Y de pronto, un día, el teléfono sonaba y, pum, era él y todo retornaba. Pero del mismo modo nos peleábamos y chau, no nos veíamos por quién sabe cuánto tiempo. O nos veíamos a cada rato. O estábamos viviendo prácticamente juntos. O... los mil y un avatares de los que se atraen tanto que se terminan repeliendo. Odi et amo, una vez más, y hasta el infinito. 
Y estos días de nuevo he estado pensando en él, en el amadodiado, en el idiota que me borra del Facebook porque o bien es idiota o bien alguna otra idiota que se cree con derechos le llena la cabeza o le da órdenes (juro que yo nunca he podido ser esa, no está en mi naturaleza, no me sale), el imbécil que sigue llenando las páginas de mis cuadernos de poemas (oh sí) y las páginas de este blog (y van...), el protagonista masculino de mi nunca terminada ni corregida como se debe novela autobiográfica, el único (¿único?) zopenco que me ha hecho estremecer y desfallecer como nadie más y así podría seguir varios renglones más, pero para qué. Si ya no, como dice el poema de Idea. Ya no. ¿No?


6 de mayo de 2014

Austerlitz state of mind

Cuando me levanté y miré por la ventana, un denso manto blanco cubría todo. Apenas se distinguía el balcón y sus rejas, y todo lo que siempre está más allá, la calle, otros edificios y casas, las chimeneas de la destilería y sus fuegos etenos al fondo, había desaparecido bajo el blanco algodonoso de la niebla. Esto me puso, de inmediato, en lo que he dado en llamar un "Austerlitz state of mind". Es un estado de, como leí alguna vez, "melancogría", de saudade no ominosa, de cierta nostalgia por cosas que quizás nunca se han tenido o ni siquiera se han vivido, pero se desean y buscan igual. El creador máximo de estos estados, en los que el alma gira como una hoja recién desprendida del árbol por el primer viento otoñal, es W. G. Sebald
Al bajar a la calle, la bruma se había disipado casi por completo, pero continué en ese estado buena parte del día. Cumplí con mis tareas laborales y tras retirarme y dirigirme hacia el gimnasio, recaí en la austerlitzidad: miré hacia el cielo y, a pesar de que se había despejado bastante durante la tarde, todavía había algunos cirros como lentos corderos yendo a su aprisco. Esas nubes grandes, gordas, zeppelinescas más el ruidoso colchón de hojas que me acompañaba por la calle me hicieron pensar otra vez en Austerlitz, en Sebald, en cuánto me gustó un escritor que pertenece, ¡rediantres!, a la literatura contemporánea y que, al igual que yo digo y practico, tampoco leía idem. Me sentí tan identificada y fascinada con la dura y finísima urdimbre poética de su obra que en su momento escribí un trabajo que mereció ser presentado en un congreso cuando aún era estudiante (ya no lo soy, admitámoslo). Me encontré tan a mis anchas en ese mundo derrotado, gris, meláncolico, bellamente saturado de la poesía más auténtica que enseguida quise más y más. Sebald se volvió uno de mis autores favoritos y ahora este estado tan particular de mi animula vagula blandula tiene nombre gracias a él.
Léanlo.


5 de mayo de 2014

¡Qué lindo que es enseñar!

Dicho así suena un poco presuntuoso pero es la verdad: ¡qué lindo que es enseñar! O, más bien, como en mi caso, empezar a abrir algunas puertas, mostrar ciertos caminos, animar a que se crucen algunos umbrales, mostrar que hay otras cosas que vale la pena conocer, disfrutar y difundir. Porque de eso se tratan siempre, al fin y al cabo, mis talleres. No importa el nombre que les ponga o la presunta materia de que traten, el eje rector es siempre uno y el mismo: mi entusiasmo por la palabra escrita, por el lenguaje, por la poesía. No hay más (ni menos) que eso. Y, en ese sentido, soy también una entusiasmadora profesional: he logrado que personas que no leían poesía, la leyeran; he logrado que personas a las que no les gustaba la poesía, les gustara (o por lo menos no fruncieran tanto la nariz ante su sola mención); he logrado que personas a las que no les gustaba Borges ni un poquito, terminaran apreciándolo y hasta disfrutándolo. Y esto no es, en realidad, mérito mío, quiero que quede bien claro: yo no soy más que un canal, una vía, el viejo y querido ángelus, un mensajero. Yo simplemente enseño. Digo "miren ahí y ahí y ahí" y el caleidoscopio de la literatura se abre, infinito. Donde antes había opacidad y negrura, estallan mil colores a la vez. Donde antes estaba el vacío de la negación, ahora fluye el cristalino arroyo de la lucidez. No es obra mía, vuelvo a insistir: yo sólo muestro lo que está en los textos, tan en la superficie que parece escondido. Y los textos después, solos, revelan todo lo demás. No es que Borges escriba complicado o que no se entienda: es que no se ha sabido dónde mirar, no nos han enseñado a qué prestarle atención ni qué preguntas hacernos frente a un texto. Y lo cierto es que si no lo miramos bien (y digo "mirar" y no "leer" a propósito) el texto permanece cerrado. Y si no le hacemos las preguntas atinadas, permanece estólido e insobornable. Pero si alguien nos dice "es (o, mejor aún, puede ser) por acá", los textos abandonan su opacidad y despliegan todas las maravillas de que son capaces. Eso es lo que yo hago al enseñar, literalmente.


2 de mayo de 2014

El pensamiento catástrofe

Suelo ser la reina del pensamiento catástrofe. Siempre me imagino que todo va a salir mal (muy mal). 
En mis tiempos de estudiante, al rato de salir de un parcial empezaba a revisar mentalmente mis respuestas y las encontraba inequívocamente mal, mal, mal (respuestas que, unos momentos antes, me habían parecido bien, bien, bien). Hasta que llegaba el momento de que nos dieran la nota, seguía repasándolas y encontrándolas cada vez peor, lo que me sumía en un estado de ansiedad insoportable (después me preguntan por qué no me recibo, jeje). Finalmente, cuando la nota llegaba, era un 9 o un 10. De los errores vislumbrados en ese manijeo mental, ni noticias.
Antes de venirme a vivir sola, imaginé toda clase de catástrofes domésticas que demostrarían mi absoluta ineptitud para convivir conmigo misma y mi tremenda necesidad de tener un hombre cerca (padre o pareja, no importaba). Me pasaba horas (quizás días) imaginando lo peor, perfeccionándolo con detalles muy verosímiles y espantándome yo solita cada vez más. Por suerte, alguna fuerza que nunca tener, hizo que pasara por alto toda esa tragicomedia interior y me mudara. Ninguna de las temidas catástrofes aconteció. Y cuando acontecieron algunos desperfectos (el techo del baño se desplomó un par de veces, digamos), todo se solucionó llamando por teléfono a la inmobiliaria. No me dieron ni tiempo para armar más imágenes de pesadilla.
En alguna de las tantas idas y venidas con ya saben quién, también me las ingenié para sostener los peores escenarios siempre. Siempre. Repetidamente. En este caso fue más difícil deshacerme de la autoincantación y tuvo que rescatarme mi psicoanalista, cual Ariadna, de mis propios laberintos. Llevó mucho tiempo y esfuerzo, pero también fue posible deshacer todas esas películas horripilantes en las que yo siempre aparecía como la pobrecita y apaleada víctima, como la solterona empedernida y como la menos atractiva de las mujeres simplemente porque no gozaba de la gracia del señor. Cuánto tiempo y cuánta energía perdidos, pienso hoy día.
Pero el pensamiento catástrofe siempre me acompaña. Si bien no me impide actuar, como sí lo hacía en el pasado, siempre asoma su horrible cabeza por ahí. Y ahora me vengo a desayunar de que, en realidad, una buena parte de esto (el resto es mi mente loca, claro) es una cuestión ancestral: nuestros cerebros están "cableados" de este modo para prevenirnos ante cualquier peligro. Claro, en épocas donde salir de la caverna no era nada seguro, era mejor estar preparado para lo peor. Pero, ahora que lo pienso... ¿ha cambiado algo en tantos años de evolución? ¿no sigue siendo peligroso aventurarse fuera de la zona de confort? Y, sin embargo, como bien sabemos, las cosas buenas sólo suceden allí, donde nos sentimos incómodos, algo inseguros, miedosos pero también alegres y expectantes. 

Imagen: Analía Pinto (2013)
En la imagen aparezco en el teleférico del cerro Otto (Bariloche), lugar en el que el pensamiento catástrofe, por suerte, no pudo triunfar.

1 de mayo de 2014

Por qué no me gusta ir a la Feria del Libro

Entre mis muchas incorrecciones políticas se encuentra esta: no me gusta ir a la Feria del Libro. Cuando era más joven, ingenua e indocumentada sí me gustaba, pero a medida que los años fueron pasando y la feria se fue transformando en el megamonstruo que es hoy, dejó de agradarme. La idea de una feria del libro me parece bien si la entendemos como tal, otro de los tantos negocios de que se abastece el capitalismo. Cada quien sabrá si quiere colaborar con él o no. Por mi parte, ya no. 
Y ahora paso a explicar por qué. En primer lugar, tengo tolerancia cero a la aglomeración humana, especialmente cuando en ella abundan los niños (sobre todo los niños deseducados y maleducados de hoy en día). En segundo lugar, me parece irracional que un ser humano pierda dos o tres horas haciendo cola (¡haciendo cola!) para entrar y que después apenas si pueda desplazarse entre los stands porque es tanta la gente que no hay modo de escapar. ¿Tanta pasión por el libro y la lectura? No me jodan.
La mayor parte de la gente que se aturulla allí no es "gente de libros", por así decirlo. Van para dejar en paz sus conciencias, siguiendo alguna clase de mandato no escrito que dice que "es la Feria del Libro, hay que ir". También va, la mayoría, buscando las últimas novedades de los chantas de turno, sean éstos chantas de la autoayuda, de la literatura, del periodismo o de la política. Francamente, ir para eso me parece aún más descabellado. También van porque prefieren los libros nuevos, sin usar, sin tocar, recién salidos de las rotativas. El horror. En general, salvo ciertos libros (como las bellezas que produce una editorial como La Bestia Equilátera y otras por el estilo), no me gustan los libros nuevos. Toda mi vida he apostado al libro usado, al libro antiguo, al libro (al tesoro) que se encuentra en una mesa de saldos por un precio irrisorio. 
Por otro lado, no leo, en general, literatura contemporánea. No me interesa lo que se está escribiendo right here, right now. En general, es todo basura, salvo honrosas excepciones y algunos maravillosos amigos y maestros. Cierto que a veces esta tendencia hace (o haría) perderme de cosas tan alucinantes como W. G. Sebald o Lorrie Moore, pero siempre he pensando que los libros que llegan a nuestras manos son los que tienen que llegar. Por ende, siempre he comprado por intuición, siguiendo una vocecilla que me dice "comprame, comprame" al revolver las mesas, estantes y bateas. En la feria, hasta donde recuerdo, son muy pocos los stands donde se puede seguir esa vocecilla, pues todo grita (aúlla) "comprá, comprá".
Otra cosa que me indigna de la feria es que si uno tiene la peregrina idea de comer algo en las instalaciones (por ejemplo, una servidora vive en La Plata: tiene un viaje de por lo menos una hora y media hasta allí, suponiendo cero tropiezos, piquetes, accidentes, etc., a lo que se suma una hora de optimista cola y, para el momento de entrar, ya puedo asegurar que voy a tener mucha hambre), los precios de las vituallas ofrecidas superan en tres o cuatro veces los precios de esas mismas vituallas afuera de las instalaciones. Otra vez: no me jodas. Me parece una afrenta innecesaria y más en tiempos como los actuales. 
Y lo más tragicómico del caso es que la última vez que fui a la feria de marras fue en el 2007, durante las Jornadas Profesionales: ese remanso, ese paraíso, esa maravilla en la cual no hay gente y uno puede recorrer todo a sus anchas, sin molestias de ninguna clase, sin aglomeraciones ni aturullamientos, sin gritos ni estridencias, sin nada más que lo único que debería importar allí, que son los libros. 


P. D.: No se gasten en tratar de convencerme de que vale la pena ir y blah blah blah. Si es en las Jornadas Profesionales, sí. Si no, olvídenlo, no cuenten conmigo. O si vinieran Erica Jong o Philip Roth, pero lo dudo.
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