17 de noviembre de 2014

¿Décadas ganadas?

Como es de público conocimiento, he comenzado a leer los Diarios de Abelardo Castillo. Esta maravilla de un maravilloso escritor me hizo, ni bien comencé a leerlos, reflexionar en si ya no era hora de pasar, aunque sea, mis diarios a la PC. No para publicarlos ahora, ¡Dios nos libre!, sino para emprender esa empresa en algún lejano futuro... o algo así. Recordaba que ya había tenido este impulso ¿narcisístico? ¿hedonista? ¿ególatra? alguna vez y así era: en mis archivos de la PC hay una carpeta llamada "Diarios" con un único documento, que consta de una página, en el cual había comenzado a pasar el diario que llevaba a los 20 años, esto es, en 1994... ese documento, con su sola página que narra los acontecimientos del 1º de enero de 1994, fue pasada a la PC en el 2004. Nunca más lo toqué, hasta hoy, noviembre de 2014. Se ve que las décadas me hacen algún tipo de clic -o de ruido menos amigable-, porque a los 30 emprendí (y abandoné) la tarea de empezar a pasar lo vivido a los 20 y la retomo ahora, a los 40... No sé si no la abandonaré ya mismo, pero al menos la he retomado. Cierto que ya he trabajado mucho con mis diarios para las sucesivas versiones de la novela, pero ahora se trata, justamente, de reparar en los otros momentos, en los momentos en los que aparentemente "no pasa nada". 
Imagen: Analía Pinto (2014)
Y la gran pregunta es: ¿qué pasar? ¿pasar todo? ¿pasar sólo "lo importante"? Pero, ¿qué es "lo importante"? ¿es lo que ahora a mí me parece importante? Porque si lo puse por escrito entonces, quiere decir que, entonces, era importante: ¿por qué, pues, cercenarlo? Y las preguntas siguen: ¿corregir todo o no corregir nada? El estilo es espantoso, recargado, amanerado, pomposo, barroco, horrible. ¿Dejarlo tal cual? ¿No quitar ni una coma ni un acento? Imposible. La tentación de guadañar toda esa hojarasca es invencible, pero esa hojarasca me trajo hasta aquí... ¿entonces? No sé.
No sé qué método habrá seguido Castillo que, aún jovencísimo, no era ni barroco ni pomposo ni horrible, sino que ya era acerado, preciso, demoledor, aunque se quejara constantemente de ser inculto y de que todo lo que escribía le parecía horrible, pero ¿a qué escritor que se precie de tal no le parece horrible todo lo que escribe, tarde o temprano? Y más vale que sea temprano, así comienza a corregir desde el vamos, que es lo que todo escritor que se precie debe hacer. Corregir encarnizadamente. Y escribir, de la misma forma.
Castillo, en 1957, lo dice mejor: 
"Aprender a escribir. Tal vez sea imposible pretender ser escritor como se pretende ser abogado, es decir, siguiendo un curso preparatorio, pero es cierto que luego de haber sentido la necesidad de escribir, luego de haber escrito -mal o bien, o medianamente bien-, es necesario aprender. Doblegar el idioma es fundamental, porque nadie expresar nada, ni siquiera la idea más notable, si no consigue antes servirse del idioma.
Corregir, corregir mucho. Hasta poder decir: esto es lo que yo intentaba." (p. 101)

7 de octubre de 2014

Bronca, furia, tristeza

Uno de esos momentos en los que todo pierde sentido. Todo se vuelve una burla feroz y despiadada, un chiste del peor gusto, una ironía alevosa y repugnante. Uno de esos momentos en los que romperíamos todo lo que se ponga a nuestro paso, sólo para restaurar un ápice de la justicia que reclama nuestro ego. Uno de esos momentos donde no alcanzan todas las frases motivacionales del mundo ni todos los libros de autosuperación ni nada por el estilo porque lo único que se quiere es estallar. Uno de esos momentos donde no sirve hacer yoga, entrenar o creer en las buenas intenciones de nada o de nadie porque lo único que hay es enojo. 
Bronca, furia, tristeza.
No es Catina que obstinadamente juega con los cables de la computadora o se trepa donde no debe treparse. No es la inflación ni el engaño horroroso del clima, la falsedad de otra primavera que no trajo ni una mísera flor de plástico bajo su brazo. No es la falta de inspiración o haber dejado la novela colgando de un hilo (el hilo aún se sostiene, como todo buen hilo). No es que el trabajo de pronto se haya puesto histérico y casi insoportable (siempre se pone histérico en algún momento del año y consecuentemente insoportable), no es que el búnker esté desordenado y revuelto. No es que ya no pueda ir a percusión, que haya tenido que dejar (¡otra vez!) danzas árabes, que el mes pasado no haya podido ahorrar ni un peso (ni uno, lo juro). No es nada de eso, aunque de algún modo también lo sea.
Imagen: Analía Pinto (2014)
Es otra cosa, más profunda, más tremenda, más horrible. Es haberlo olvidado. Es ya no pensar en él. Ni soñarlo ni, mucho menos, desearlo. Es saber que se fue, posiblemente para siempre, pero no porque se haya efectivamente ido sino porque entre medio de tantas cosas como las descriptas y muchas otras más, sin darme cuenta, lo dejé ir. No fue consciente. No fue algo dado ni estipulado. Pasó y no sé cuándo. Pasó y mi mente loca no puede creerlo. Exige el regreso, la vuelta, el reinicio de los cantos tan amados. Pero nada regresa, pues nada hay. No puede ser, se dice, con el mismo tono airado con el que le gritaba a Catina hace un rato. No es cierto. Pero lo es. El corazón ha dejado de dar esos brincos trepidantes ante la sola mención de su nombre (o de su sobrenombre). La respiración ya no se corta, las yemas de los dedos no duelen, el aire se escurre diafáno entre los pulmones. Todo lo que antes se irisaba y encrespaba a su solo contacto, hoy permanece impasible, como si le estuvieran hablando de economía o de física cuántica. Y todos los poemas, y todas las diatribas, y todos los registros de este amor se funden en una sola palabra: adieu.
Pero entonces duele más, duele muy mucho, porque ya no tengo nada. Si no lo tengo a él, si no tengo este amor o lo que haya sido, entonces lo que queda es la nada y les cuento que es bien horrible. Que acaso fuera preferible el averno tan hermoso, el vértigo, los demonios, el peligro, la incertidumbre, todo lo que coronaba una existencia de otro modo salpicada sólo por el monótono mar de la rutina. Que es exactamente lo que pasa ahora. Todos los días más o menos lo mismo, más o menos igual. Siempre, salvo excepciones, benditas excepciones, un embole atómico. Nunca más que suene el teléfono y presentir (saber) que es él. Nunca más soñar con él y al día siguiente encontrarlo en mi mail. Nunca más desear verlo y verlo prácticamente al rato. ¿Nunca más decir su nombre y amarlo, aunque esté lejos, aunque no vuelva...? ¿Nunca más la conexión cósmica, eso que lo trascendía todo, que no se repetiría (que no se repetirá) jamás? 
Nunca más, decía el cuervo. Nunca más, parece decir tanto enojo, tanta bronca, tanta tristeza.

1 de agosto de 2014

Atracción fatal

Qué bronca. Último día de las vacaciones de invierno: la novela continúa su camino, ahora que ha sido rebautizada y es precisamente algo relacionado a ella lo que me da tanta bronca. Decidí ponerlo aquí porque el viejo (viejísimo) truco de hablar de la novela dentro de la novela ya no sorprende a nadie. Estaba leyendo cosas que escribí en mis diarios íntimos hace 12 años. Remarco la fecha: 12 años, año 2002, para mayor exactitud. Un tiempo. Bastante tiempo. Entre las tantas cosas que escribí hace 12 años, escribí uno de los tantos encuentros que tuve con El Depredador, con el protagonista de mi novela, claro. Nada notable, si se quiere. Tuvimos muchos encuentros en estos 12 años y en los años anteriores también. Lo notable, lo que me da tanta bronca, lo que hace que todavía esté escribiendo esta novela, más aún, que todavía siga hablando de él, es que al leer los detalles de aquel encuentro (insisto, en nada diferentes a otros, ni los detalles ni el encuentro) su imagen haya vuelto a mí con tanta nitidez y precisión, con tanta perfección que me fue absolutamente imposible no sustraerme ¡una vez más! a su encanto y encontrarlo, como siempre, inexorablemente deseable, perfecto, hermoso. ¡Maldición! Esto es lo que deploro. Ni siquiera los siete años de defenestración constante sobre su figura que ejerció sin pausa mi psicoanalista han podido hacer alguna mella en la estructura psíquica que siempre termina rindiéndose ante él. Estoy segura (¡y más bronca me da aún!) de que si en este preciso instante el teléfono sonara (como sonó tantas veces) y fuera él diciéndome que tiene ganas de verme, yo le diría, sin pensarlo siquiera, "vení". No importa que me haya borrado de Facebook sin siquiera anoticiarme de las razones, que no me hable desde hace unos meses por razones que tampoco me fueron comunicadas, que me mande fotos mías por mail que ya tenía sin explicación alguna, no importa nada. En el desmadre neuronal que debe residir en esa estructura psíquica dañada o defectuosa nunca importa nada. Supongo que por eso esta historia sigue y sigue, aun cuando parece que está terminada, que no tiene continuación posible o que seguirla es sencillamente suicida. Tantos años analizando y dándole vueltas a este bendito asunto y yo todavía no entiendo qué es lo que sucede allí. Por qué lo sigo encontrando atractivo. ¿Será que no tiene explicación, que es algo que simplemente "es" y que darle vueltas es rigurosamente al pedo, como diría Asís? Tal vez. Pero si le he dado tantas vueltas y revueltas es porque esto, siempre, de un modo u otro, termina haciéndome daño. Por eso quiero que se acabe, y pruebo todos los exorcismos posibles. Nunca ninguno parece dar resultado, la puta madre.

13 de julio de 2014

Depredador (o La literatura es así)

Quizás hoy no sea el mejor día para postear acá, pero fiel a mi costumbre y para no romper la cábala que le he prometido a un amigo muyyyyyyyyyyyyyyy futbolero, haré de cuenta que es un domingo como cualquier otro y escribiré lo que tengo ganas de escribir desde hoy. Me mantuve alejada de aquí porque mis múltiples ocupaciones más la escritura de la novela más la vida misma no me dieron demasiado respiro (y lo celebro). Desde mediados de mayo que vengo tiki tiki tiki dándole a las teclas y reescribiendo toda la novela que, como recordarán, ya ha sido comentada por aquí. El caso es que ya se ha convertido en otra cosa y que "la vida", "el destino", "el azar" (no sé) me siguen dando tela para cortar. La novela se convirtió en otra cosa porque donde antes me concentraba en contar únicamente las incidencias de mi amor Frankenstein, ahora he decidido concentrarme en muchas otras incidencias que también contribuyeron a que las cosas fueran como fueron con él (y con otros también). La novela se convirtió en otra cosa porque en todas las demás versiones yo usaba iniciales que si bien desdibujaban ligeramente a los personajes a mis ojos seguían siendo los mismos, pues eran sus iniciales verdaderas en casi todos los casos; en la nueva versión, los personajes tienen nombres. Nombres que no son sus nombres reales, nombres que los convierten, inmediatamente, en otras personas aunque sean tan parecidas a las reales y hasta digan las mismas cosas que ellas. La distancia que he logrado así es espeluznante. Pero la novela también se convirtió en otra cosa porque hoy decidí cambiarle el título (¡chan!). Ese título al que yo me apegaba casi como a un mantra (si se repite muchas veces seguidas creo que puede llegar a convertirse en uno) fue cambiado de buenas a primeras cuando releí uno de los epígrafes que había elegido para esta nueva versión (tampoco conservé ninguno de los que con tanto cuidado había elegido antes... ah, la literatura es así). No revelaré el nuevo título para seguir con las cábalas, pero una de las palabras que lo componen está presente en el título de este post. Eso también hace que la novela ya sea otra cosa. Y por si todo esto fuera poco, esta mañana, al despertarme y chequear los mails por el telefonito (esa horrible costumbre que debería erradicar de mi ser, pero que no creo posible ya) encontré que El Innombrable se hacía nuevamente presente en mi vida, esta vez para enviarme unas fotos que me sacara durante el verano y que yo ya tenía. ¿Para qué me mandó esas fotos? No sé. No las acompañaba texto alguno. Oh, siempre jugando al misterioso. Decidí no contestarle nada pero me ha costado mantener esta decisión, especialmente hace un rato, cuando yo encontré, además de las fotos esas, otras que yo le había sacado a él la última vez que nos vimos. ¡Ah, recursivos, iterativos, repetidos hasta el infinito como si nos estuviéramos reflejando en sendos espejos, Narcisos imposibles...! Qué manía. Y mi vida amorosa que es un páramo y en nada ayuda a mantener decisiones sabias y adultas como esta de NO contestarle. Porque si le contesto ya sé como sigue la cosa: empezamos con que por qué no nos vemos, "sólo para hablar" y después terminamos en la cama y después... qué importa del después, decía el tango. Sí, ya sé, pero acá importa, porque en el después yo siempre quedo igual: sola, extrañándolo y perdedora. No, gracias. Esa película ya la vi tantas veces que me aburre tanto como el Mundial (bueno, tal vez un poquito más). Tan sólo espero que esta nueva versión (ahora sí que es totalmente nueva...) de la novela me ayude a cerrarle el camino a la obsesión, a la adicción, a la maldición que él representa para mí. Estas páginas ya han dado cuenta de ello numerosas veces. Una vez más no creo que le moleste a nadie. Pero a veces creo que ni una arenga de Mascherano me saca a este tipo y su maldita sonrisa de la cabeza, del corazón y de otras partes del cuerpo donde aún sigue metido. Ufa.

Imagen: Analía Pinto (2014)

11 de junio de 2014

Transferencia

Padre santo, hoy estuve hablando mucho de vos. Hoy te recordé casi todo el día porque los coletazos de tu partida aún prosiguen y debo ocuparme de cosas de las que no tengo ni la menor idea, como cuando tuve que vender el Falcon. Hoy justamente recordé ese momento... ¡yo, vendiendo un auto! Cierto es que te había visto hacerlo innumerables veces y que más de una vez hasta te había ayudado a completar el boleto de compra-venta pero mi conocimiento en la materia se terminaba allí. Y sin embargo tuve que ingeniármelas para publicitar un auto que estaba tirado en un garage en el conurbano, arruinándose por la intemperie y la falta de uso, un auto en el que habías puesto un montón de tiempo, esfuerzo y, sobre todo, dinero para que terminara siendo vendido como "repuestos" por dos pesos con cincuenta. Todo porque ya no estás y nunca me dijiste qué hacer al respecto. Y hoy lo mismo. Nunca me llevaste al registro, yo no sabía ni dónde quedaba (no era tan lejos, al final) y nunca había hecho -ni sabía cómo se hacía- una transferencia. Por suerte, fue todo bastante rápido y consistió en, por mi parte, poner unas cuantas firmas por aquí y por allá y listo. Pero cada vez que tengo que enfrentarme con alguna de estas aristas que remueven en forma espeluznante la ausencia y hacen más evidente la falta, siento una especie de terror atávico, sólo quiero huir, que me dejen de hinchar, que no me rompan... pero el mundo no es así, ya sabemos. Quilmes está horrible, padre santo, y el día gris, ventoso y lluvioso, no ayudó mucho (o sí: ayudó a que hubiera poca gente en el registro); a decir verdad, todo tiene un tinte ligeramente horrible cuando percibo que no estás. La mayor parte del tiempo puedo soportarlo, pero hoy caí en la cuenta (malditos medios, maldito marketing) de que el domingo es el día del padre y no quiero que este año sea como en los anteriores. No quiero ponerme mal más allá de lo estrictamente necesario. No sé qué haré: tal vez obviar Facebook la mayor parte del día sea la mejor estrategia. Tal vez salir, estar lejos de cualquier cosa que pueda traer la consabida tristeza. Por eso vine también a escribir hoy, ahora, cuando estuve hablando tanto de vos y recordando tantos momentos, para adelantarme a ese oscuro pozo y, quizás, sortearlo. Bah, no sé si será posible. 
Mejor recordarte así:

Imagen: Analía Pinto (2010)

26 de mayo de 2014

Y llegaron nomás

Y llegaron los 40. Nada fue como esperaba, en el mejor sentido. No hubo crisis. No hubo escándalo. No hubo preguntas díficiles -sino imposibles- de responder ni momentos de zozobra ni mucho menos de dolor. Sólo hubo sorpresas, hermosas e inesperadas sorpresas, de las que, lo juro, no tenía ni la menor sospecha. Lo cierto era que yo no tenía muchas ganas de festejar este año. O, mejor dicho, de organizar, de pensar, de hacer toda la logística que implica un cumpleaños, aun uno pequeño como pensaba hacer yo... pero a veces lo que uno piensa y lo que finalmente pasa es diametralmente opuesto y bienvenido sea.
Recuerdo muchos cumpleaños y muchos "no-cumpleaños". Hay alguna foto por allí (deploro no tener mi impresora-escáner en momentos así) en la que aparezco junto a mi madre y frente a una torta bellamente decorada por ella (yo sostengo que ella era una artista en potencia y lo dejaba traslucir en esas cosas: las tortas decoradas, los sacos tejidos, las camisolas de bambula estampada...), cuando decorar tortas era empresa de valientes pues no existía nada de la parafernalia que existe hoy (sólo recuerdo las granas de colores y esas horribles pelotitas plateadas que no se podían comer).
Luego recuerdo, pues no hay foto, el cumpleaños en el que mi padre me hizo la torta que yo quería, es decir, la torta con forma de Sarah Kay: ya había algún que otro cotillón en el barrio y, por ejemplo, se podían alquilar los moldes. Recuerdo que él alquiló dos: el de Sarah Kay y uno con forma de casa (¡ah, simbolismos!), destinado a la torta de los "mayores" pues iba a ser una torta borrachita. Paradójicamente, recuerdo la decoración de esa torta pero no la decoración de la de Sarah Kay... Después, no sé, algún cumpleaños metalero, con muchos amigos del palo en casa, pizza y cerveza a morir y metal de fondo, obvio; luego nada, luego algún festejo con una amiga; luego otra vez nada; luego el cumpleaños que pasé trabajando, pues en el call-center (¡explotadores!) no existían los feriados (ni los domingos ni lo sábados...) y él, OH ÉL (ya saben quién), fue a esperarme a la salida y a darme su regalo y... pero eso mejor lo guardo para la novela. Después otra vez nada. Y, finalmente, cuando me mudé aquí, decidí que no iba a volver a pasar un cumpleaños sin festejarlo en regla. El primero fue arduo, increíble, durísimo y maravilloso: me encargué de todo (compras, logística, la torta, la comida, la atención) y no podía creer que yo era capaz de hacer algo semejante (pues de eso siempre se ocupaba mi padre quien, lamentablemente, ahora no estaba). Era la primera vez que recibía tanta gente (12 personas) en mi cajita de zapatos con balcón y estuvimos estupendamente. Se comió, se bebió y se rió sin tasa. Repetí la experiencia al año siguiente, ya canchera. Y el año pasado lo festejé en otro lugar, gracias a mi hada madrina. Y este año... como dije, no tenía muchas ganas de festejar ni de organizar nada. Entonces nos íbamos a reunir en Berlina, esa cervecería que tanto amo, unos pocos amigos. Uno de mis amigoscompañeros me pasó a buscar y me informó de un pequeño desvío que íbamos a tomar... juro y recontrajuro que no sospeché nada. Y al llegar al desvío... ¡SORPRESA! Todos mis compañeros de trabajo más algunos amigos ¡estaban allí! ¡Y con comida! ¡Y con cerveza artesanal! ¡Y esperándome a mí en la oscuridad! Creo que todavía no me repongo del shock y la emoción. Pero no terminó ahí: ayer disfruté de un asado y una tarde espectacular con otros amigos (hola, ¿les conté que tengo muchos amigos maravillosos, yo, que nunca me juntaba con la gente?) y, por si todo esto fuera poco, hoy llego al taller que doy en la UNLP y una de mis alumnas había hecho una riquérrima torta de chocolate coronada con una hermosa tarjeta por lo que, admito, no quepo en mí de la emoción y el asombro. Así que, a los 40 NO LES TENGO MIEDO!!!

23 de mayo de 2014

La previa de los 40 (ay)

A pedido del amable público, al que sin duda uno se debe, vengo a dejar unas líneas por aquí. Como comenté en Facebook, he estado toda la semana con un resfrío de lo más molesto, que me obligó a faltar un día al trabajo y a retirarme más temprano dos días seguidos e incluso (¡horror y espanto!) faltar a Lights (eso es totalmente imperdonable e inaceptable). Pero si no vine por estos lares también fue porque luego del último posteo (el del capuchino), comencé, luego de dar las vueltas reglamentarias, a reescribir mi novela. Y, tal como preveía, ya se convirtió en otra cosa, no insospechada, pero sí temida. Antes, era simplemente la historia de cierto triángulo amoroso en el cual estuve largamente involucrada, como puede apreciarse en varios de los posteos antiguos de este blog. Había otros elementos, desde luego, porque el periplo de aquel triángulo se inició mucho antes de que yo supiera, siquiera, qué era un "triángulo amoroso", y continuó cuando ya todo aquello no era triángulo ni amoroso ni nada, a lo que se sumaban, desde luego, algunas otras historias paralelas. Pero hasta ahí. Y nada más. En la primera primerísima versión, la que sólo leyó un escritor platense, yo había puesto de todo, cosas que tenían que ver y cosas que no, y muchos de sus comentarios me sirvieron para perfilar mejor lo que quería decir. En las versiones siguientes, que fueron ya leídas por varias personas y escritores amigos, platenses y no platenses, estaba mucho más claro y definido a qué quería apuntar, pero evidentemente faltaba. 
El triángulo amoroso siempre fue una excusa para otra cosa (como todo en la literatura, cabría agregar). Esa otra cosa ha aparecido en toda su magnitud ahora, justo en este momento, en el que los 40, esa edad traumática para cualquier ser humano, pero más para cualquier mujer, están ya ahícito nomás. Esa otra cosa no es más que la infancia revisitada, ciertas relaciones revisitadas y, luego, más adelante, sí, el triángulo y blah blah. No es que yo crea que mi infancia sea mejor o peor que la de nadie, pero sí creo que hay cosas que quiero rescatar, antes de que se fundan en el olvido o se distorsionen para siempre, si es que no se distorsionaron ya. Son los efectos, estimo, de estar sola en el mundo (dicho esto sin ningún aire victimizante, válame Dios), de no tener ningún férreo apego familiar, más que mis tíos y primos en España (justo los que más quiero y extraño son los que están más lejos), otros primos esparcidos por aquí y por allá, y nada más. De hecho, Catina es mi familia ahora, junto con lo que siempre gusto en llamar la "familia elegida", que son mis amigos. 
Entonces... encarar por esos rumbos no es fácil. La lágrima, la sorda emoción, el arrepentimiento (aunque no creo en él), la estúpida y tardía noción de que podría haber dicho o hecho esto o aquello acechan en cada palabra puesta en el papel. Se esperan tormentas y probables lluvias, nubosidad variable, alguna nevizca y fuertes aguaceros de aquí a que esto se termine. Se esperan revelaciones tan memorables como las que cundían en terapia, ahora sin la confortable red del diván ni las sabias palabras de mi psicoanalista. Se auguran borrascas y momentáneas pérdidas del norte, pero no importa. Se seguirá adelante, porque del otro lado habrá algo muy bello esperándome: el misterio y el asombro de un nuevo comienzo, como el que me espera pasado mañana.

Catina y yo (2014)

16 de mayo de 2014

Un capuchino y una novela: el diagnóstico

Hoy me senté a tomar un café con mi novela autobiográfica. Bueno, en realidad yo me tomé un capuchino y ella se dejó auscultar sin demasiados problemas por mi estetoscopio literario. Diagnóstico: padece de irrecuperable autorreferencialidad, de excesivo énfasis (según la opinión de otro acreditado profesional) y del maligno síndrome del sobreentendido. También adolece de demasiadas iniciales y de un inexcusable anacronismo en su personaje principal. ¿Qué terapéutica habremos de aplicar, suponiendo que tenga salvación? Tiene salvación, creo, pero habrá que hacer una reconstrucción radical, diría total, lo que traducido en términos literarios quiere que decir que no bastará con seguir depurando o corrigiendo sino que habrá que volver a escribir, lisa y llanamente. 
Y está bien.
Ésta es la segunda encarnación de mi novelín novelón, a cuyo protagonista masculino uds. conocen muy bien. En la primera, los problemas eran más graves, pero con sucesivas terapias de shock y numerosas cirugías reconstructivas pareció que había quedado relativamente bien (todo es relativo en la escritura, ya se sabe). Sin embargo, después de que la viera otro especialista y tras haber transcurrido ya por lo menos dos años desde la última vez que metí las pinzas en ella, es evidente que no ha sido suficiente. Podría ser no sólo mucho mejor sino más interesante. Podría ser otra cosa, podría abarcar otros temas conexos que en estas primeras versiones se soslayaron porque eran excesivamente espinosos o dolorosos para quien la escribe. Podría ser diferente, sin perder cierta esencia que me empeño en que mantenga (la autorreferencialidad, el anacronismo del personaje principal, una dosis bastante elevada de énfasis que hace buen juego con ese anacronismo más otra dosis también elevada de ironía que idem). Podría ser realmente una novela, más allá del rasgo autorreferencial tan mentado, si le hiciera caso a los especialistas que la trataron en primera y segunda instancia. 
Los especialistas tenían y tienen razón en muchas cosas: el tono de "informador social" en que caí reiteradas veces es, en efecto, execrable; el tono excesivamente explicativo, en consonancia con lo anterior, es igualmente horrendo (y yo soy la primera en decirles a mis alumnos que una cosa es el lenguaje informativo y otra el expresivo y que debemos focalizarnos siempre en éste último, ay...); la arrogancia que mostraba la narradora respecto a sí misma en muchos pasajes era del todo deplorable, así como las reflexiones "perogrullescas" que salpicaban todo el texto; es lamentable el abuso de adverbios terminados en "-mente" (¡y juro que le pasé el tetra, como nos enseña el maestro di Marco!); está bien que trata de una obsesión/adicción pero no se debe, bajo ninguna circunstancia, aburrir, aturdir o agotar al lector; es muy cierto, por otra parte, que le faltan diálogos, descripciones, ambientación, en suma, todo lo que hace a la representación del mundo a través de la palabra; también le falta sexo (no pornografía sino erotismo; no aburridas y mecánicas descripciones de coyundas sino deliciosos preliminares, encuentros fallidos por diversos motivos, enredos, todo lo que hace al sexo verdaderamente picante); también es necesario fantasear/ficcionalizar un poco más (bastante más, incluso).
Ahora, en lo que no pienso transigir en modo alguno (¡guarda que salió la taurina acá!) es en las constantes referencias literarias (creo que hasta pondré más), lo mismo que las mitológicas (prometo dar un poco más de contexto, eso sí), y en el énfasis desmedido, hiperbólico y asfixiante con que la protagonista se expresa cuando habla de su amadodiado (acabo de decidir que este término será incorporado a la novela). Eso es parte constitutiva de su ser (de mi ser... auch) y no lo negociaré jamás. Sí estoy de acuerdo en administrar esa hiperbolia de modo que se logre el efecto deseado (dar cuenta de la obsesión/adicción) sin enloquecer ni saturar al lector (puede que algunos lectores se saturen, lo sé). 
Debo decir que fue muy lindo alejarme de mi hogar con la novela en el bolso, sentarme en un hermoso café (Big Sur) y ponerme a mirar atentamente este manojo de hojas/sentimientos/palabras/deseos/pasiones/encuentros y desencuentros, y decidir ponerme a trabajar en él otra vez. En serio. Hasta que quede sublime... o lo más sublime que pueda.
Última cuestión: no pienso, tampoco, cambiar el título. Que se joda Saer (quien, de todos modos, le robó su Nadie nada nunca a Antonio Machado). 

Imagen: Analía Pinto (2014)

14 de mayo de 2014

Comienzos

Siempre pensando en los finales, en las despedidas, en los momentos en que las cosas finiquitan o cierran sus ciclos. ¿Qué tal si empezamos (si empiezo) a pensar un poco en los comienzos? 
Estos últimos días comenzaron muchas cosas, entre ellas el taller de lectura y escritura que doy en la UNLP, donde una vez más el maestro (vale decir, Jorge Luis Borges) demostró porqué es el maestro y porqué siempre es una excelente idea arrancar leyéndolo a él. Cada vez que doy un taller (ya es una cábala), arranco con él. Y todas las resistencias iniciales de mis alumnos, que siempre las hay y muchas, caen una vez que lo comprenden. Es lo que decía la otra vez: cuando uno aprende qué es lo que debe mirar en un texto y surgen las preguntas que descorren todos los velos, la magia de la literatura opera su taumaturgia y nos deslumbra, siempre. 
Pero hubo otros comienzos también: se me dio por hacer un taller de percusión. Desde que tengo uso de razón que amo la música y que quiero tocar un instrumento. Siempre quise, más exactamente, tocar el bajo, pero por los imponderables de la existencia (y los de mi almita meditabunda) nunca lo hice. Si bien es cierto, y yo comulgo con esa idea, que nunca es tarde para hacerlo, antes que seguir esperando que el susodicho instrumento caiga desde el cielo a mis manos, decidí que quizás sería más interesante comenzar por otra parte y desde hace un tiempo (más precisamente desde que vi a La Bomba de Tiempo en vivo en 17 y 71) que tenía ganas de meterme en algo así. Y una vez más Facebook (¡amado y odiado como aquél que ya sabéis Facebook!) me dio la oportunidad de hacerlo. 
¡Y qué maravillosa oportunidad!
La sala de ensayo donde se da el taller queda tan cerca de mi casa que es una risa. Pequeña y escondida en un enorme galpón oscuro y con un par de perros juguetones (imposible no pensar en aquel cuento de Fogwill del título largo que ahora no recuerdo con exactitud, pero que transcurre en los galpones de una fábrica), la sala de ensayo nos recibió y soportó nuestras (mis) torpezas a la hora de hacer algo tan simple como seguir el ritmo o, mejor dicho, "entrar en pulso". Lo que más me gustó fue volver a ser alumna y ser total y desprejuiciadamente principiante. Un baño de humildad muy necesario, siempre. Y la terrible concentración que exige eso de seguir el ritmo y lo fácil que uno se pierde en los hermosos y amados laberintos del sonido...
Comienzos, comienzos. Porque de finales ya está bien. Y lo mejor es que comienzos tenemos todos los días, como así lo muestra esta imagen, tomada ayer a las 7:46 de la mañana: 

Imagen: Analía Pinto (2014)

10 de mayo de 2014

El Rafa

Los abajenses se pusieron a discutir sobre autos y en todo el universo hay una sola persona en la que yo puedo pensar si de autos se trata: mi padre. Mi padre santo que se fue, hace casi cuatro años ya. Mi padre santo que nunca me enseñó a manejar, porque los dos sabíamos que eso iba a terminar mal. Qué idiota que puede ser el humano a veces (grande o chico, no importa): ¿quién mejor que un padre para enseñarnos algunas de las, ya que no todas, cosas esenciales de la vida como manejar? Pero en nuestro caso lo evitamos porque iba a ser para pelear. Los hijos, cuando los padres nos explican algo, solemos ponernos en ese modo odioso que podría traducirse como "te entiendo pero como me molesta tanto entenderte voy a fingir que no te entiendo para que te canses y me dejes en paz". Qué gran estupidez, insisto. No sé bien qué mecanismos operan allí, pero sé que es así. Y ahora que me dejó en paz, nada quisiera más que volver a estar con él, aunque más no fuera un minuto o dos segundos.
No es posible.
Lo que sí es posible es recordarlo, hablar de él, saber que otras personas también lo recuerdan con el mismo cariño. Ahora ya no importa si nos la pasábamos discutiendo, si todo lo que él hacía a mí me parecía mal, si nada de lo que yo hacía estaba bien, si quedaron tantas cosas sin decir, si no hubiera sido mejor hacer esto o aquello. Ahora ya no importa si yo dije, si él dijo, si yo grité o di un portazo (porque no me animaba a hacer otra cosa), si él hizo o no hizo o no sé qué. Ahora es tarde para todo, menos para la emoción y el recuerdo. Es igual de triste, pero no está mal.

El Rafa (Imagen: Analía Pinto, 2010)

8 de mayo de 2014

Idea, siempre Idea

Hace muchos años que leí por primera vez a Idea Vilariño. Desde el primer instante quedé totalmente prendada. En versos de cautivadora simplicidad y de una sutil crudeza desgarrada, Idea fue plasmando los vaivenes de una existencia signada por un amor (prácticamente) imposible: el que tenía por el escritor Juan Carlos Onetti. Por lo que comentan unos y otros, se llevaban muy mal. Quizás porque ella era intimidante de tan bella; quizás porque él era un hombre que no sabía expresar sus sentimientos más profundos; quizás porque nunca encontraron otro idioma común que no fuera el de la carne. 
Esta nota me recordó, una vez más, esos versos desgarrados y desgarradores y me recordó, cómo no, mi propia historia de amor, a la que siempre he comparado (con las salvedades del caso) con la de ellos. Al igual que Idea, yo también me he pasado meses, años enteros, sin saber nada de mi amado. Y de pronto, un día, el teléfono sonaba y, pum, era él y todo retornaba. Pero del mismo modo nos peleábamos y chau, no nos veíamos por quién sabe cuánto tiempo. O nos veíamos a cada rato. O estábamos viviendo prácticamente juntos. O... los mil y un avatares de los que se atraen tanto que se terminan repeliendo. Odi et amo, una vez más, y hasta el infinito. 
Y estos días de nuevo he estado pensando en él, en el amadodiado, en el idiota que me borra del Facebook porque o bien es idiota o bien alguna otra idiota que se cree con derechos le llena la cabeza o le da órdenes (juro que yo nunca he podido ser esa, no está en mi naturaleza, no me sale), el imbécil que sigue llenando las páginas de mis cuadernos de poemas (oh sí) y las páginas de este blog (y van...), el protagonista masculino de mi nunca terminada ni corregida como se debe novela autobiográfica, el único (¿único?) zopenco que me ha hecho estremecer y desfallecer como nadie más y así podría seguir varios renglones más, pero para qué. Si ya no, como dice el poema de Idea. Ya no. ¿No?


6 de mayo de 2014

Austerlitz state of mind

Cuando me levanté y miré por la ventana, un denso manto blanco cubría todo. Apenas se distinguía el balcón y sus rejas, y todo lo que siempre está más allá, la calle, otros edificios y casas, las chimeneas de la destilería y sus fuegos etenos al fondo, había desaparecido bajo el blanco algodonoso de la niebla. Esto me puso, de inmediato, en lo que he dado en llamar un "Austerlitz state of mind". Es un estado de, como leí alguna vez, "melancogría", de saudade no ominosa, de cierta nostalgia por cosas que quizás nunca se han tenido o ni siquiera se han vivido, pero se desean y buscan igual. El creador máximo de estos estados, en los que el alma gira como una hoja recién desprendida del árbol por el primer viento otoñal, es W. G. Sebald
Al bajar a la calle, la bruma se había disipado casi por completo, pero continué en ese estado buena parte del día. Cumplí con mis tareas laborales y tras retirarme y dirigirme hacia el gimnasio, recaí en la austerlitzidad: miré hacia el cielo y, a pesar de que se había despejado bastante durante la tarde, todavía había algunos cirros como lentos corderos yendo a su aprisco. Esas nubes grandes, gordas, zeppelinescas más el ruidoso colchón de hojas que me acompañaba por la calle me hicieron pensar otra vez en Austerlitz, en Sebald, en cuánto me gustó un escritor que pertenece, ¡rediantres!, a la literatura contemporánea y que, al igual que yo digo y practico, tampoco leía idem. Me sentí tan identificada y fascinada con la dura y finísima urdimbre poética de su obra que en su momento escribí un trabajo que mereció ser presentado en un congreso cuando aún era estudiante (ya no lo soy, admitámoslo). Me encontré tan a mis anchas en ese mundo derrotado, gris, meláncolico, bellamente saturado de la poesía más auténtica que enseguida quise más y más. Sebald se volvió uno de mis autores favoritos y ahora este estado tan particular de mi animula vagula blandula tiene nombre gracias a él.
Léanlo.


5 de mayo de 2014

¡Qué lindo que es enseñar!

Dicho así suena un poco presuntuoso pero es la verdad: ¡qué lindo que es enseñar! O, más bien, como en mi caso, empezar a abrir algunas puertas, mostrar ciertos caminos, animar a que se crucen algunos umbrales, mostrar que hay otras cosas que vale la pena conocer, disfrutar y difundir. Porque de eso se tratan siempre, al fin y al cabo, mis talleres. No importa el nombre que les ponga o la presunta materia de que traten, el eje rector es siempre uno y el mismo: mi entusiasmo por la palabra escrita, por el lenguaje, por la poesía. No hay más (ni menos) que eso. Y, en ese sentido, soy también una entusiasmadora profesional: he logrado que personas que no leían poesía, la leyeran; he logrado que personas a las que no les gustaba la poesía, les gustara (o por lo menos no fruncieran tanto la nariz ante su sola mención); he logrado que personas a las que no les gustaba Borges ni un poquito, terminaran apreciándolo y hasta disfrutándolo. Y esto no es, en realidad, mérito mío, quiero que quede bien claro: yo no soy más que un canal, una vía, el viejo y querido ángelus, un mensajero. Yo simplemente enseño. Digo "miren ahí y ahí y ahí" y el caleidoscopio de la literatura se abre, infinito. Donde antes había opacidad y negrura, estallan mil colores a la vez. Donde antes estaba el vacío de la negación, ahora fluye el cristalino arroyo de la lucidez. No es obra mía, vuelvo a insistir: yo sólo muestro lo que está en los textos, tan en la superficie que parece escondido. Y los textos después, solos, revelan todo lo demás. No es que Borges escriba complicado o que no se entienda: es que no se ha sabido dónde mirar, no nos han enseñado a qué prestarle atención ni qué preguntas hacernos frente a un texto. Y lo cierto es que si no lo miramos bien (y digo "mirar" y no "leer" a propósito) el texto permanece cerrado. Y si no le hacemos las preguntas atinadas, permanece estólido e insobornable. Pero si alguien nos dice "es (o, mejor aún, puede ser) por acá", los textos abandonan su opacidad y despliegan todas las maravillas de que son capaces. Eso es lo que yo hago al enseñar, literalmente.


2 de mayo de 2014

El pensamiento catástrofe

Suelo ser la reina del pensamiento catástrofe. Siempre me imagino que todo va a salir mal (muy mal). 
En mis tiempos de estudiante, al rato de salir de un parcial empezaba a revisar mentalmente mis respuestas y las encontraba inequívocamente mal, mal, mal (respuestas que, unos momentos antes, me habían parecido bien, bien, bien). Hasta que llegaba el momento de que nos dieran la nota, seguía repasándolas y encontrándolas cada vez peor, lo que me sumía en un estado de ansiedad insoportable (después me preguntan por qué no me recibo, jeje). Finalmente, cuando la nota llegaba, era un 9 o un 10. De los errores vislumbrados en ese manijeo mental, ni noticias.
Antes de venirme a vivir sola, imaginé toda clase de catástrofes domésticas que demostrarían mi absoluta ineptitud para convivir conmigo misma y mi tremenda necesidad de tener un hombre cerca (padre o pareja, no importaba). Me pasaba horas (quizás días) imaginando lo peor, perfeccionándolo con detalles muy verosímiles y espantándome yo solita cada vez más. Por suerte, alguna fuerza que nunca tener, hizo que pasara por alto toda esa tragicomedia interior y me mudara. Ninguna de las temidas catástrofes aconteció. Y cuando acontecieron algunos desperfectos (el techo del baño se desplomó un par de veces, digamos), todo se solucionó llamando por teléfono a la inmobiliaria. No me dieron ni tiempo para armar más imágenes de pesadilla.
En alguna de las tantas idas y venidas con ya saben quién, también me las ingenié para sostener los peores escenarios siempre. Siempre. Repetidamente. En este caso fue más difícil deshacerme de la autoincantación y tuvo que rescatarme mi psicoanalista, cual Ariadna, de mis propios laberintos. Llevó mucho tiempo y esfuerzo, pero también fue posible deshacer todas esas películas horripilantes en las que yo siempre aparecía como la pobrecita y apaleada víctima, como la solterona empedernida y como la menos atractiva de las mujeres simplemente porque no gozaba de la gracia del señor. Cuánto tiempo y cuánta energía perdidos, pienso hoy día.
Pero el pensamiento catástrofe siempre me acompaña. Si bien no me impide actuar, como sí lo hacía en el pasado, siempre asoma su horrible cabeza por ahí. Y ahora me vengo a desayunar de que, en realidad, una buena parte de esto (el resto es mi mente loca, claro) es una cuestión ancestral: nuestros cerebros están "cableados" de este modo para prevenirnos ante cualquier peligro. Claro, en épocas donde salir de la caverna no era nada seguro, era mejor estar preparado para lo peor. Pero, ahora que lo pienso... ¿ha cambiado algo en tantos años de evolución? ¿no sigue siendo peligroso aventurarse fuera de la zona de confort? Y, sin embargo, como bien sabemos, las cosas buenas sólo suceden allí, donde nos sentimos incómodos, algo inseguros, miedosos pero también alegres y expectantes. 

Imagen: Analía Pinto (2013)
En la imagen aparezco en el teleférico del cerro Otto (Bariloche), lugar en el que el pensamiento catástrofe, por suerte, no pudo triunfar.

1 de mayo de 2014

Por qué no me gusta ir a la Feria del Libro

Entre mis muchas incorrecciones políticas se encuentra esta: no me gusta ir a la Feria del Libro. Cuando era más joven, ingenua e indocumentada sí me gustaba, pero a medida que los años fueron pasando y la feria se fue transformando en el megamonstruo que es hoy, dejó de agradarme. La idea de una feria del libro me parece bien si la entendemos como tal, otro de los tantos negocios de que se abastece el capitalismo. Cada quien sabrá si quiere colaborar con él o no. Por mi parte, ya no. 
Y ahora paso a explicar por qué. En primer lugar, tengo tolerancia cero a la aglomeración humana, especialmente cuando en ella abundan los niños (sobre todo los niños deseducados y maleducados de hoy en día). En segundo lugar, me parece irracional que un ser humano pierda dos o tres horas haciendo cola (¡haciendo cola!) para entrar y que después apenas si pueda desplazarse entre los stands porque es tanta la gente que no hay modo de escapar. ¿Tanta pasión por el libro y la lectura? No me jodan.
La mayor parte de la gente que se aturulla allí no es "gente de libros", por así decirlo. Van para dejar en paz sus conciencias, siguiendo alguna clase de mandato no escrito que dice que "es la Feria del Libro, hay que ir". También va, la mayoría, buscando las últimas novedades de los chantas de turno, sean éstos chantas de la autoayuda, de la literatura, del periodismo o de la política. Francamente, ir para eso me parece aún más descabellado. También van porque prefieren los libros nuevos, sin usar, sin tocar, recién salidos de las rotativas. El horror. En general, salvo ciertos libros (como las bellezas que produce una editorial como La Bestia Equilátera y otras por el estilo), no me gustan los libros nuevos. Toda mi vida he apostado al libro usado, al libro antiguo, al libro (al tesoro) que se encuentra en una mesa de saldos por un precio irrisorio. 
Por otro lado, no leo, en general, literatura contemporánea. No me interesa lo que se está escribiendo right here, right now. En general, es todo basura, salvo honrosas excepciones y algunos maravillosos amigos y maestros. Cierto que a veces esta tendencia hace (o haría) perderme de cosas tan alucinantes como W. G. Sebald o Lorrie Moore, pero siempre he pensando que los libros que llegan a nuestras manos son los que tienen que llegar. Por ende, siempre he comprado por intuición, siguiendo una vocecilla que me dice "comprame, comprame" al revolver las mesas, estantes y bateas. En la feria, hasta donde recuerdo, son muy pocos los stands donde se puede seguir esa vocecilla, pues todo grita (aúlla) "comprá, comprá".
Otra cosa que me indigna de la feria es que si uno tiene la peregrina idea de comer algo en las instalaciones (por ejemplo, una servidora vive en La Plata: tiene un viaje de por lo menos una hora y media hasta allí, suponiendo cero tropiezos, piquetes, accidentes, etc., a lo que se suma una hora de optimista cola y, para el momento de entrar, ya puedo asegurar que voy a tener mucha hambre), los precios de las vituallas ofrecidas superan en tres o cuatro veces los precios de esas mismas vituallas afuera de las instalaciones. Otra vez: no me jodas. Me parece una afrenta innecesaria y más en tiempos como los actuales. 
Y lo más tragicómico del caso es que la última vez que fui a la feria de marras fue en el 2007, durante las Jornadas Profesionales: ese remanso, ese paraíso, esa maravilla en la cual no hay gente y uno puede recorrer todo a sus anchas, sin molestias de ninguna clase, sin aglomeraciones ni aturullamientos, sin gritos ni estridencias, sin nada más que lo único que debería importar allí, que son los libros. 


P. D.: No se gasten en tratar de convencerme de que vale la pena ir y blah blah blah. Si es en las Jornadas Profesionales, sí. Si no, olvídenlo, no cuenten conmigo. O si vinieran Erica Jong o Philip Roth, pero lo dudo.

29 de abril de 2014

Un día con muchos significados

Hoy es un día en el que se superponen muchos significados, aunque a primera vista no lo parezca. En el orbe que nos contiene, es el día del animal. Ya he dicho por aquí que no me gustan mucho las conmemoraciones de "el día de...", aunque también, y en flagrante y bienvenida contradicción, he escrito sobre varios de estos días. Hoy volveré a hacerlo, porque estoy viviendo algo maravilloso que no puedo dejar pasar. Pero hoy, también, hubiera sido el cumpleaños número 67 de mi mamá. 
Ni siquiera puedo imaginar cómo sería si ella hubiera llegado hasta acá, ya que falleció a los 36 años. No se me ocurre cómo podría haber sido ni ella físicamente ni mi vida ni nada si todo hubiera seguido su "curso natural", suponiendo que existe un curso y más aún uno natural. Son pocos los recuerdos que guardo de ella (en opinión de mi psicoanalista, demasiado pocos), pero son lo suficientemente intensos para que cada tanto aparezca en sueños o en algún escrito. A veces tengo la impresión de haberme olvidado de su voz, pero luego reparo en que no, en que en algún lugar de la psique sigue repicando con absoluta claridad. Me quedé con ganas de tantas cosas (de preguntarle, de saber, de conocer, de aprender) que ni siquiera sabría por dónde empezar si pudiera volver a verla. En sueños la he visto infinidad de veces, así como en esos recuerdos (pocos, muchos, ¿importa?) que perduran. Sé que algo de su carácter, de sus modos y de su sensibilidad persisten en mí. Sé que hubiera querido otra cosa en la vida, sé que fui un triunfo para ella, pero no sé mucho más. Y me lo estuve preguntando amargamente, todo eso que no sé, en las incontables sesiones de terapia que le dedicamos con M. También sé que me parezco mucho por momentos y que heredé todas y cada una de sus curvas, las mismas que con tanto orgullo paseo por estas páginas y por las calles platenses. ¡Pero habría tanto más que quisiera haber sabido! ¡Cuánto hubiera necesitado una oreja femenina, una oreja de madre, una caricia de madre, un abrazo de madre en tantos y tan incontables momentos! No pudo ser. Tuve que conformarme. Por suerte, hubo madres literarias que, aunque tal vez llegaron un poco tarde, estuvieron y suplieron algunas de esas carencias. 
Y hablando de carencias... hoy pensaba por qué me negué, durante cuatro años, a tener nuevamente un gato en mi vida. Me amparé en la regla del fuckin' consorcio de este edificio que establece que no se admiten mascotas de ningún tipo (shhh). Pero ahora que Catina está conmigo y que nadie me ha dicho absolutamente nada (y hasta tengo preparado un discurso si alguien lo hace), me doy cuenta de que eso era una burda excusa para soslayar lo que realmente pasaba: el miedo, una vez más. Miedo a hacerse responsable de otro, en este caso de un pequeño, mimoso y peludo otro felino. Miedo a todo, miedo a que le pase algo, a que se escape, a que se enferme, a que se lastime, a que quede atrapado en algún lugar, a que rompa algo, a que se robe la comida, a que... (la lista sigue). Buenas noticias: nada de eso ha pasado hasta ahora. Catina llegó y me conquistó enseguida con su cara de pilla, su lustroso pelo negro y sus ojos verdidorados como dos farolas parisinas. Me conquistó con sus motorcitos, sus repetidos besos ásperos, sus juegos, sus mimos. Vino a llenar ese espacio de las carencias con su infinita sabiduría y amor felino. Vino a llenar lo que tanto necesitaba ser llenado de mimos y cariño y vaciado de miedos y frustraciones. Vino a formar un nuevo hogar, un nuevo lar, un nuevo destino.

Catina y yo (2014)

28 de abril de 2014

Por qué no miro tele

Renuncié a la televisión hace cuatro años, exactamente cuando me mudé aquí, a La Plata. Mi búnker es muy pequeño y traer la tele que había en mi otra casa implicaba resignar mucho espacio, más útil y necesario para otras cosas (léase libros). No tuve la menor duda al respecto y jamás me arrepentí. Vivir sin televisión es una de las mejores cosas que me ha sucedido en la vida.
Se me ocurrió hablar de esto porque he reflotado las alertas de Google (ver aquí) y entonces encuentro que Samsung está por presentar o ya presentó un televisor curvo. No sólo las teles actuales (o "los teles" como les dicen los platenses) son ya el paroxismo de lo plano y lo chato (en todo sentido...) sino que además ahora también serán curvas. Esto produce alguna clase de efecto visual despampanante, intuyo, o debe tratarse de una jugarreta comercial más. No importa. Importa que se puede vivir sin ese dichoso artefacto.
Y se puede porque existe Internet. De lo contrario creo que sí, que me hubiera costado mucho más el cambio, la renuncia, la carencia de esa cubo omnímodo y omnidireccional con su interminable cháchara desestabilizante y paranoiqueante (en todo sentido). Quiero aclarar, antes de que alguien salte a decirme algo, que lo que más deploro de la televisión son los canales de aire y dentro de ellos los noticieros y los programas como el que vuelve hoy (no me hagan nombrarlo, por favor). Soy perfectamente consciente de que existen (o existían, no sé ya) canales de calidad, interesantes, educativos, distintos, etc. Lo sé. Tampoco los extraño, si me preguntan. Internet suplió mi moderado deseo de ver alguna serie a la hora de la comida, el momento más crítico para cualquier persona que vive sola. Una vez que encontré sitios con todas las temporadas de Seinfeld, Friends o Two and a half men, todo quedó solucionado. Más todavía, pude ver Dr. House completa y en inglés, sin molestas publicidades en medio y en castellano como la enganchaba a veces en AXN (¿sigue existiendo?); lo mismo Sex and the city, Huff, Californication, y hasta Los Simuladores (ya ven que tampoco me engancho con las series que mira todo el mundo: no vi Lost, no veo Game of thrones y no vi Breaking bad, ni pienso verlas porque ME ABURRIERON HASTA LA MÉDULA ÓSEA Y MÁS ALLÁ hablando sin parar de ellas por todas partes). Y así, una vez que uno conoce el deliquio de ver lo que le gusta en su idioma original y sin interrupciones es muy difícil volver atrás. 
Por otra parte, como el cine ha sido siempre una asignatura pendiente en mi vida (sé que debo ver más, sé que debo ver ciertas películas, etc.) tampoco me preocupó demasiado perderme los "canales de películas", habida cuenta de que no miraba muchas y de que cada vez que se me daba por ver algo, irrumpían las malditas publicidades (todavía recuerdo que en 1993, cuando desembarcó el cable, al menos en mi casa, la gracia era no ver publicidades). Cuando apareció Cuevana, ese aspecto también quedó solucionado. Ahora hay cientos de páginas que ofrecen lo mismo.
¿Para qué, entonces, mirar televisión? ¿Para qué estupidizarse de esa manera? ¿Por qué estar pendiente de los repugnantes, monstruosos y malignos noticieros, como estaba mi viejo, por ejemplo? ¿Por qué creerle a esa máquina de generar caos, confusión, miedo, resentimiento y engaño? Hay personas, me consta, que creen que "la realidad" (suponiendo que podamos siquiera llegar a comprender qué sea) es lo que pasa en la tele. Más precisamente en TN (o ponga aquí el canal/noticiero de su preferencia). Yo preferiría morir antes de vivir en un mundo en el que esa constante deformación y denigración perpetua de lo humano sea la realidad. Como me perdería de muchas cosas interesantes, opto por no dejar que sus sucias ondas entren en mi casa. 
Lo único que realmente extraño es no poder ver pelis de Olmedo y Porcel en la cama cuando tengo fiaca. Pero intuyo que el día que tenga una notebook eso tampoco será ya un problema.

Los dejo con alguien que comparte mi aversión hacia la TV, jeje: 


Aquí, el capítulo completo.

27 de abril de 2014

El top ten de Curvas y Desvíos

Ahora sí, ya está. Completé la tarea de poner en un doc todos los posteos de C&D y también elegí los que me parece son los mejores. "Mejores" según un criterio totalmente subjetivo, se entiende. Mejores en cuanto a lo que se refieren o a cómo están escritos o a lo que significan para mí. Fue muy aleccionador realizar esto: leer mis pensamientos curvos y desviados desde el 2008 para acá y encontrar de todo. Pero encontrar, sobre todo, una voz propia (o que al menos yo identifico como tal) y que es la que más se asoma en este "top ten" que he armado para compartir ahora con uds. Muchas veces pensé en borrar este blog y armar uno nuevo, quizás con el mismo nombre o similar. Ahora que he hecho esto, veo que hubiera sido un error garrafal y que lo mejor es recordar los mejores posteos de la primera encarnación (2008-2011) y concentrarme en seguir posteando, como me salga, en esta nueva etapa. Sin renegar de la anterior, pero ya muy (necesaria y bienvenidamente) distinta.


En orden cronológico, entonces, los mejores posteos de Curvas y Desvíos, primera época:

- El desvío y la transgresión (13/02/08)

- El escritor y el desvío (18/02/08)

- Los desvíos, los derroteros, los trabajos, las noches, los días, las fechas y mi cumpleaños 34  (22/05/08)

- Un desvío flogger (16/07/08)

- Desvío amoroso (y catuliano) (04/09/08)

- Poesía botánica para los días de lluvia (04/03/09)

- Un desvío por las relaciones virtuales (22/03/09)

- Lo de adentro (o tiempo de balances) (14/08/09)

- La curva del desengaño (17/08/09)

- Fechas (19/10/09)

- La mujer es pura curva (08/03/10)

- Siguiendo con la curva bibliómana (08/08/10)

- Curvas entristecidas (21/12/10)


P. D.: Sí, ya sé, son más de 10, pero no importa, creo que vale la pena lo mismo.
P. D.: Se agradecen mucho los comentarios, ya sea en los posteos o aquí mismo (¡no en Facebook, manga de vagos!)

23 de abril de 2014

Amor Frankenstein

Tuve un amor Frankenstein. Al igual que el monstruo creado por la ambición inacabable nunca estuvo realmente vivo. Fue mantenido artificialmente, por medios innobles, por vías no humanas. Era un amor al que siempre había que estar transfundiéndole cosas: poemas, música, toda clase de narcóticos, ilusiones. Mis ilusiones. La ilusión de que un día iba a cambiar. La ilusión de que un día iba a volver. La ilusión de que un día iba a ser todo como yo quería. La ilusión de... Lo cierto es que ya no quedaban muchas, porque las ilusiones también se gastan, se rompen, se oxidan, se atrofian, envejecen, tienen fecha de caducidad. Pero yo insistía, con mi saña taurina, porque creía, porque pensaba, porque suponía. Porque me era indispensable mantener esto vivo, a cualquier precio. Ya no sé bien para qué, la verdad. No importa. Tuve un amor que se alimentaba de todo lo que no debe alimentarse un amor: de resentimientos, de revancha, de venganza, de ardiente concupiscencia, de flagrante traición. Cuando todo eso ya no sirvió, siguió alimentándose de lo peor: silencios, distancias, indecisiones, falsedades, rupturas. Cuando eso también se pudrió, aún siguió sobreviviendo a base de inyecciones de falso optimismo de mi parte, elevadas dosis de qué-me-importa y agudos picos de inconsciencia. Pero era cada vez más difícil mantener con vida algo que, probablemente, haya estado muerto (o, para no ser tan drástica, condenado) desde que nació. Lo dije y lo repetí mil veces, incluso en este mismo blog: no tenía que ser. Nunca tuvo que ser. Pero porfiamos. Insistimos. Prometeicamente. No nos importó nada nunca (no es cierto, pero me gusta decirlo). Repetimos una y otra vez los mismos errores, aún cuando nos decíamos a nosotros mismos que no los estábamos repitiendo. Pero sí, los repetíamos. Y hasta calcados. Algo que nunca supe qué es, y que a esta altura ya nunca lo sabré, nos empujaba uno contra otro a pesar de todo. A pesar de nosotros mismos. A pesar de cualquier cosa. Siempre encontrábamos la manera para hacer perdurar esto. Por mi debilidad, por su idiotez, por nuestra sed mutua, por un millón de cosas que pueden resumirse en los vocablos necedad y ceguera esto siempre sobrevivía. Más agónicamente cada vez, más difícil, también más terco y empecinado, casi sin brillo al final, aunque aún con algún que otro momento esplendente (pero a qué precio), esto sobrevivía. Sin embargo, lo sé, mas nunca lo quise admitir, dejó de latir hace mucho tiempo. Todo lo que lo mantuvo hasta acá fue la más pura artificialidad. Todo simulacro, nada verdad. Todo falso. Y me niego a usar la palabra ficción: la ficción no miente. La ficción es otra forma de la verdad. Acá nunca hubo nada parecido a eso. Sólo un amor Frankenstein que, como el monstruo creado por la ambición desmedida, por la más aterradora hybris, también dejó de existir. 


Quizás sea apropiado decir "enhorabuena", pero no sé, no estoy muy segura.

21 de abril de 2014

El diario íntimo, el blog, las páginas de la mañana

Vale decir, todos esos lugares donde el escritor no estaría haciendo ficción, sino relatando los avatares de su existencia mortal. Que son tan anodinos como los de cualquiera otra existencia mortal, pero, ah, él siempre sabe cómo contarlos para que parezcan interesantísimos, insoslayables, únicos y dignos de ser recordados. Todas esas páginas en las que el escritor escribe, pero no escribe, terminan siendo, muchas veces, las más interesantes de todas. ¿Quizás porque allí se revela la verdad (o un mínimo fragmento/atisbo de ella)? ¿Quizás porque vemos al escritor sin sus máscaras, sus personajes, sus juegos? Pero esto también es un juego, acá también hay máscaras (dónde no las hay, me pregunto), hay personajes y todo. ¿Entonces...? No sé, pero la fascinación persiste. Me sigue encantando leer diarios de escritores, o tomos de correspondencia o cualquier otra cosa donde no aparezca la Obra. Sí, así, con mayúscula. Porque el diario (modesto, anodino, testamentario, aburrido, exasperante, bobalicón, bucólico, desenfrenado, telegráfico, kilométrico, torrencial, entrecortado, seducido y abandonado y retomado siempre) y la Obra se excluyen mutuamente, incluso en el paradigmático caso de Anaïs Nin, donde buena parte de la obra es el propio diario. 
Toda esta reflexión acerca de los diarios (y todas esas páginas colaterales similares, como este mismo blog) viene a cuento de que, como dije ayer, estoy pasando a un doc todos los posteos curvos y desviados, al tiempo que los leo. Que me leo. Y lo que más encontré, hasta ahora (voy por la mitad del 2009, aprox), es una constante disculpa/justificación/queja/bochorno/autoinculpación acerca de no poder sostener la frecuencia diaria que yo misma (neurótica y masoquistamente) me impuse. Esa letanía, que se repitió en incontables ocasiones y entradas, me recordó precisamente que los diarios íntimos tienen un imperativo similar y que la escritura en general tiene el mismo imperativo neurótico y extenuante para el escritor: como si lo hubieran puesto a escribir cien veces en su cuaderno "debo escribir y no distraerme con [ponga aquí la distracción de su preferencia; yo, por ejemplo, pondría "debo escribir y no distraerme con Facebook, con el chat de Facebook, con el WhatsApp, con lo que postea o deja de postear Fulano, con lo que dijo en el grupo Mengano, con lo que dicen los imbéciles de aquí o de allá, con el incesante recuento de esto o aquello, con el constante chequeo, constante e inútil, de mails, con las notificaciones de Facebook, con la timeline de Facebook, con la reputamadre que lo parió a Facebook..." y así]. El escritor parece (yo parecía en esos comienzos de posteos culposos) un alumno castigado por su mal comportamiento (se está tocando en vez de escribir, se fue al supermercado en vez de escribir, se puso a mirar fotos viejas en vez de escribir, se puso a cocinar, a cantar, a escuchar música, a mirar Seinfeld en vez de escribir, ¿cómo puede ser posible, Señor? ¡hay que hacer algo para disciplinarlo, ya!). Y lo cierto es el que escritor también vive, también hace cosas y no siempre tiene ganas o tiempo o lo que sea para escribir. Y más cierto aún es que, si mantiene cierto ritmo, NO PASA NADA. Quiero decir: no pasa nada si un día escribe y otro no. Mejor si escribe seguido, si aunque sea mantiene esta gimnasia (el diario, el blog, las páginas de la mañana, todo ayuda, está clarísimo; la obra... ya vendrá, si él se mantiene haciendo esto lo más seguido posible), si por lo menos es capaz de comprometerse con algo así chiquito, pero con calma. Sin enloquecer. ¡Sin sentirse culpable si un día o dos o un par de semanas no escribe! No pasa nada, insisto. 
Imagen: Analía Pinto (2014)
Pero, por lo que veo, es inútil. A todos les pasa lo mismo o parecido. Leo en Cómo se escribe el diario íntimo, por ejemplo, que Katherine Mansfield escribió en el suyo: "(...) mi voluntad es débil. Hacer cosas, incluso escribir absolutamente para mí y por mí misma, me resulta terriblemente duro, Dios sabe por qué, cuando mi deseo es tan fuerte". Y Virginia Woolf anota: "(...) oh, terminar de una vez. Quiero decir, escribir es un esfuerzo, escribir es una desesperación". Chan. Ninguna de las dos se equivoca. 
Así que, para esta nueva etapa de Curvas he decretado lo siguiente: no más lamentaciones ni autoinculpaciones ni justificaciones de ningún tipo. Escribiré lo que me de la gana, haré lo que se me cante y sólo me comprometo, ante mí misma (no ante mi neurótico superyó) a mantener una frecuencia lo más diaria posible, sin que el quebrantamiento de esa frecuencia redunde en un concierto de ayes y flagelaciones verbales sin término. Me niego a volver a ser esa y me insto a ser la que escribió posteos intensos, delicados, viscerales, desde el fondo de sus entrañas, desde lo profundo de su alma, si tal cosa hubiera, sin concesiones para con nadie, sin dar un paso atrás, sin más sustento que el puro deseo y la terrible necesidad de haberlos escrito (también decreto señalar estos posteos "de garra y diente" cuando termine de pasar todo al Word).

20 de abril de 2014

Revisión introspectiva, curva y desviada

Desde ayer que se me dio el ataque de revisar todos los posteos de Curvas y Desvíos y guardarlos en un Word (no es necesario, ya sé, pero...). Esto implica también leerlos, es decir, leerme desde el 2008 para acá. Entre tantas cosas que encontré (y de las cuales me había olvidado por completo, cosa que suele sucederme con todo lo que escribo y que no entraré a analizar ahora aquí), hallé, por ejemplo, esta lista de cosas que hice en los 90, esa década infame y horrible en muchos aspectos, muy poco luminosa en mi vida y que ahora quiero volver a compartir aquí, sin más razón que esa, la de haberme sorprendido con cosas que no recordaba o que recordaba de otro modo, como suele suceder con los recuerdos: 

Por eso decía que el arte es unir de pronto dos ideas que estaban separadas: el envase curvo de las papas Pringles y la ominosa/luminosa década de los 90 se fusionaron instantánteamente en mi mente (con perdón de la rima interna) y me ofrecieron la oportunidad de recordar en este posteo qué hice yo en los 90. Si tuviera que resumirlo en pocas líneas, lo pondría así:

- comí papas Pringles, aunque nunca me terminaron de convencer;
- a los ponchazos, terminé el secundario (en el 93, tendría que haber terminado en el 91; no fui a Bariloche y me opuse férreamente a la provincialización de mi colegio, que a partir de entonces perdió toda su aura y dejó de llamarse "Colegio Nacional de Quilmes" para ser una simple "Escuela de Educación Media Nº 14", ajjj, nunca pude acostumbrarme);
- entre el 90 y el 95-96, aprox, salí todos los fines de semana, mayormente a recitales, mayormente a Cemento;
- tomé mucho alcohol; mucho quiere decir mucho;
- fui a todos los grandes festivales de rock, pero no vi ni a los Rolling Stones ni a los Guns N' Roses;
- vi a todas mis bandas favoritas: Megadeth (2 veces), Metallica, Sepultura (2 veces), Pantera, Black Sabbath (con Dio), Kiss, Faith No More, Ozzy Osbourne, Rollins Band, Suicidal Tendencies, Iron Maiden, Accept, Saxon, Motörhead y más bandas que ahora no recuerdo;
- entre el 90 y el 95 seguí a mi grupo favorito, Hermética, por todos los lugares que pude;
- cuando se separaron, comprendí que mi adolescencia (bastante estirada ya) había terminado y aunque seguí yendo a recitales, ya no fue lo mismo; poco tiempo después, abandoné la sana costumbre de ir a "agitar", "evitar el ablande" y "hacer el aguante";
- vi a Divididos cuando no lograban llenar ni la mitad de Cemento;
- idem Babasónicos;
- compré muchas revistas importadas, las cuales fueron debidamente tijereteadas para adornar, del techo hasta el piso, las paredes de mi habitación;
- fumé algunos porros, sin demasiado éxito;
- compré muchos CDs originales, que con el tiempo vendí, regalé o cambié por otros y que ahora, por la magia de Internet, recuperé con creces (a veces demasiados creces);
- me vestí íntegramente de negro durante la mitad de la decáda;
- usé tachas, cadenas, alfileres, cintos y campera de cuero, púas, zapatillas y jeans chupines hasta para la fiesta de fin de año del colegio;
- escribí mucha, mucha, mucha poesía;
- leí desaforadamente;
- pené un amor imposible varios años;
- conocí a mi verdadero amor, tal vez más imposible que el anterior, en el 95;
- fui madre por una hora, en el peor año de todos, el 99;
- compré platos franceses, vasos checoslovacos, fideos italianos, chocolates alemanes (posta);
- tuve mi máquina de escribir eléctrica, verdadera emoción entre los dedos, luego de la vieja, dura y pesada Olivetti;
- salí a festejar Italia 90;
- entré a la facultad en el 97 (todavía no salí de ella);
- putié mucho al innombrable (ya saben quién, no me hagan nombrarlo por dió);
- vi a Brandford y Wynton Marsalis en un arranque de buen gusto;
- admiré a Enrique Symns;
- le regalé un poema a Omar Chabán, quien nos dejó entrar gratis a Cemento años enteros (sí, Raúl Villarreal siempre fue su mano derecha);
- fui a la inauguración de Die Schule, otro antro de Chabán, donde tocó Divididos y conocí a Marcelo Pocavida;
- fui a Ave Porco, un lugar fabuloso;
- decidí que la poesía y la literatura eran lo mío, aunque creo que esa decisión era anterior a mí incluso;
- besé por primera vez a mi verdadero amor imposible en ese mismo nefasto año, el 99;
- soñé mucho, muchísimo, activé poco, poquísimo;
- participé por primera vez en concursos literarios, con moderada repercusión;
- compré muchos pero muchos muchos muchos libros (siempre saldos y ofertas o usados);
- amé a Roberto Arlt, a Julio Cortázar y a Manuel Puig, los primeros autores que vi en la facultad; a Borges ya lo amaba de antes;
- conocí a mi actual mejor amiga;
- traicioné a mi anterior mejor amiga (a quien volví a ver, fugazmente, el año pasado);
- fui a ver a Los 7 Delfines, una de las mejores y más desconocidas bandas argentinas;
- fui a ver a Durazno de Gala, idem;
- empecé cuentos, novelas, narraciones que nunca terminé;
- descubrí a mis padres nutricios en la poesía: Charles Baudelaire y Alejandra Pizarnik;
- me deprimí mucho (mucho);
- viví de noche durante una temporada (evitaré el chiste fácil de: "en el infierno"; Rimbaud fue, justamente, un descubrimiento de esos años, pero su influjo en mí no ha sido tan poderoso y perdurable como el de Baudelaire);
- descubrí a César Vallejo, a Roberto Juarroz, a Alberto Girri, a Oliverio Girondo... y sigue la cuenta, como con las bandas;
- tomé vodka (mucho; la botella de Moskovita Moskovskaya estaba escondida en mi ropero y cuando se terminó fue reemplazada por otra y otra y otra);
- tomé Campari anhelando dar besos con ese gusto dulce y amargo a la vez, cosa que sólo logré hacer en la decáda del ??? (como leí en los mismos RSS de Hablando del asunto, esta década, la que estamos transitando ahorita mismo no tiene nombre: ¿la del cero cero? ¿la del 2000?);
- pasé muchas noches olvidables y algunas pocas buenas;
- engordé muchos kilos, bajé más de 15 entre el 95 y el 96, volví a engordar al finalizar el primer año de facultad, bajé de nuevo y volví a subir en el 99, con el embarazo;
- fui a Mar de las Pampas cuando no era ni top ni famoso ni un cuerno (y sólo había unos pocos chalets y una casita de té);
- lloré mucho;
- rabié mucho;
- hablé idem;
- callé otro tanto;
- disfruté todo lo que pude pero, la verdad, creo que podría haber disfrutado un poco (o mucho) más.

El posteo completo pueden verlo aquí
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