29 de junio de 2010

La esencia de la curva

Encuentro en un blog sobre arquitectura (tema al que ya me he referido aquí, en este posteo y subsiguientes con la etiqueta "desvío arquitectónico") una definición cuya obviedad no le resta en absoluto potencia y eficacia discursiva: 

Esencialmente la curva es el recorrido pausado entre dos puntos
A lo que luego se agrega: 

Es como si el camino más corto no nos interesara, lo que nos interesa realmente es el paseo casi aleatorio, metafóricamente hablando 
Voilá, touché, chapeau, eureka. Precisamente de eso se trata este blog y mis divagaciones erráticas y vespertinas. "El recorrido pausado entre dos puntos" que muchas veces se queda en punto de partida y nunca de llegada. O que, otras tantas, arranca por el final sin llegar nunca al principio, perdiéndose en vaya a saber qué confines... pero confines siempre interesantes (o eso intento).
"Lo que nos interesa realmente es el paseo casi aleatorio": sí, señor. Un paseo por las letras, por las llanuras del habla, por los riscos y hondonadas de la literatura y del poema, por los valles perdidos de la razón, por los afluentes de la elocutio y la argumentatio, por los meandros siempre repetidos -y siempre nuevos- del amor. Un recorrido, un puro "flanneurismo" intelectual, algo propio de escritores decimonónicos, románticos y decadentes. Una aventura por los reinos de la palabra, por los aposentos del vocablo, por las hojas que se vuelven una y otra vez, en sus ansias de volver al antiguo árbol de la sabiduría, a su Ygdrassil primero. 
Un mero divagar, un ameno divertimento, un incurrir moroso y saltarín en cualquier cosa que despierte mi siempre inquieta curiosidad. Una nada en medio de otro millón de nadas contiguas, segmentadas, espaciadas y concatenadas por ese inquietante "siguiente blog" que Blogger nos ofrece en el menú superior de nuestras pantallas-palabras. ¿Quién me sigue? ¿A quién sigo? (y me refiero a qué blogs están delante y detrás del mío en la blogosfera, no a qué blogs sigo -cosa que se puede ver en mi perfil- ni a quiénes me siguen aquí -cosa que se puede ver aquí junto). ¿Qué hay detrás de ese espacio virtual reglamentado tan laxamente?
Es un misterio que, como tantos otros, así debe permanecer.

Para el que le interese, el posteo completo del que extraje las dos ideas rectoras de este divagante post, aquí.

25 de junio de 2010

Las matemáticas y yo (una curva complicadísima)

Creo haber expresado ya por aquí que las matemáticas y yo no nos llevamos bien. Para mí, ella es como una gran señorona, vieja, fea y solterona, que sólo puede expresarse en el abstruso y frío código de los números (me resisto a llamarlo "lenguaje"). No importa que haya venido un Adrián Paenza a demostrar lo contrario ni que haya existido un Bertrand Russell ni que, siquiera, un poeta de la magnitud de Rimbaud le haya dedicado algunos versos. Nuestra relación ha sido siempre distante y hostil: yo no me la banco y ella nunca ha hecho nada para evitar eso. 
Sin embargo, las peripecias virtuales por las que, gracias a San Google, me arrastra este blog han venido a cambiar un poco el cariz de esta siempre distante y evasiva relación. Oh, las curvas, las benditas curvas, han obrado el milagro de que la matemática y yo no nos miremos tan feo últimamente. Mejor dicho, de que yo la mire con un poco más de simpatía, pues no creo que ella me haya mirado a mí nunca. 
Véase si no el siguiente párrafo, encontrado gracias a una alerta googlesca: 

La cicloide es la curva generada por un punto fijo de una circunferencia que rueda uniformemente y sin deslizamiento sobre una línea recta. 
La cicloide fue estudiada por primera vez por Nicolás de Cusa y, posteriormente, por Mersenne (monje, amigo de Descartes). Galileo en el año 1599 estudió la curva y fue el primero en darle el nombre con la que la conocemos. Algunos años después, en 1634, G. P. de Roberval mostró que el área de la región de un bucle de cicloide era tres veces el área correspondiente a la circunferencia que la genera. En 1658, Christopher Wren demostró que la longitud de la cicloide es igual a cuatro veces el diámetro de la circunferencia generatriz.
El gran interés suscitado por esta curva proviene de las curiosas características que posee. Aparte de los cálculos ya mencionados, la cicloide tiene dos propiedades realmente interesantes y que, en cierto modo, atentan contra nuestra intuición. Concretamente son su condición de 
braquistócrona y su condición de tautócrona

Aquí, el post completo.

Desde luego no es la curiosidad matemática la que me seduce si no las palabras: "cicloide",  "bucle", "circunferencia generatriz" y esas dos gemas del final: "braquistócrona" y "tautócrona". Yendo a Wikipedia, por la entrada referida a las cicloides, encontramos más delicias lingüísticas: "trocoides", "epiciclo", "hipocicloide", "isócrono", "abcisas", "problema tautócrono"... ¿no es un festival de sonidos en vuestros oídos?
Pero hay más: estas dichosas curvas, las cicloides, levantaron tanta polvareda entre los matemáticos que fueron llamadas "las Helenas de los geómetras", en obvia referencia a Helena de Troya, prendida de Paris, por supuesto. 
Qué suerte que aun en medio del caos más alucinante, del Mundial y de la mar en coche haya cosas, tan pequeñas y triviales como éstas, que me siguen asombrando. ¿Qué sería de nosotros sin el asombro, sin la duda, sin la más ingenua y gratificante perplejidad?

19 de junio de 2010

La curva del recuerdo

Hoy es un día signado por los recuerdos. Mejor dicho, por un recuerdo. Por alguna razón, que intuyo nunca llegaré a develar, recordé una tarde posiblemente "mágica" con quien ya se imaginarán. Cuando llegué al taller de escritura creativa al que asisto, la consigna era hacer un listado de diez recuerdos, elegir uno y tratar de darle un tono netamente novelístico al mismo. El primer recuerdo de la lista fue el de esa tarde y, por su propio peso, fue también el elegido para volverlo, dentro de lo posible, literatura.
Ustedes me dirán si lo he logrado: 

No sé porqué me acordé de eso. Se supone que ya está todo terminado, que todo lo que alguna vez me pareció posible con él ya está definitivamente clausurado. Pero por alguna razón, recordé esa tarde, ese momento, ese abrazo. Mi memoria eligió un momento del que ya hacía mucho tiempo que no tenía ni noticias. Antes hubiera pensado que hasta se trataba de un buen recuerdo, que este era uno de los pocos -poquísimos- buenos momentos que habíamos vivido juntos. ¿Que habíamos vivido juntos? Bueno, que yo había vivido con él, porque ya estoy convencida de que cada cual vive en su propia realidad y vive las cosas según sus propios filtros y sus propios tamices. 
Pero no sé porqué me acordé de esa tarde. Quizá sea por el frío, porque recordé su pulover de esa lana entremezclada de negro y blanco y quizás gris. Quizás fuera porque hoy también hacía frío y había sol como esa tarde en la que yo estaba en mi casa. Casi seguro que era un jueves, el único día libre que tenía yo por entonces. Estábamos en uno de esos graves momentos de "impasse" y por alguna razón que ya no recuerdo él vino a verme. ¿Con qué excusa? ¿A santo de qué? No lo sé. Sólo sé que vino y hablamos. Pero más que hablar, escuchamos música. Música que él había traído, cuándo no. Spinetta. Fue el tiempo en el que estaba descarrilado con ese disco de los Socios del Desierto. ¿De qué hablamos? No sé. ¿De qué íbamos a hablar? De nosotros, de nuestra situación, de las mismas cosas que hablabámos siempre hasta el hartazgo. Pero eso no es lo importante, no es eso lo que perdura. 
Lo importante en el recuerdo de esa tarde, que la mala poeta que llevo adentro no tardaría en calificar de "mágica" sin ningún pudor, no fue eso. Lo importante, creo, fue el abrazo. No, no el abrazo que él me dio si no el abrazo que yo le di y la sensación que tuve al estar abrazada a él, a mi "amor eterno", al "hombre de mi vida", al "único vendimiador posible". (Cuántos nombres para un solo sujeto, ¿verdad? Y hay más, pero por pudor, que algo de eso yo aún sí tengo, los callo). Estábamos en el estudio, el mismo en el que ahora siguen reposando y agigantándose mis libros, el mismo donde yo sigo tecleando en estas duras noches de invierno, el mismo donde le escribí cartas, diatribas, declaraciones de amor/odio y millones de estúpidos y gloriosos y horrísonos poemas. Él se había sentado en una de las sillas, Spinetta sonaba desde la compu (que aún es la misma) y yo me había sentado arriba de él, que para eso nunca tuve pudicia. Y lo había abrazado, mis manos lo acariciaban, paseaban por su frente, se perdían en su pelo y mi cabeza había encontrado el hueco perfecto en sus hombros y toda yo estaba ya irremediablemente perdida en su olor y en el tacto que desprendían su piel y su ropa. 
Abrazados, entrelazados, en silencio, escuchábamos esos versos perversos de Luis Almirante Brown ("el deseo no me deja partir" decía uno de los más malditos), pero en realidad creo que yo escuchaba otra cosa. Escuchaba el atroz y maravilloso silencio que de pronto habían hecho todas las voces que pululaban siempre por mi cabeza, acaso subyugadas por la perfección (bastante módica y pequeña, según lo pienso ahora) de ese momento. No quería nada más que eso. No pedía nada más que eso. Estar así con él, poder abrazarlo y oírlo hablar de lo que más amaba (la música, claro, no yo) y nada más. Admirarlo, una vez más y van... De nuevo súbdita, de nuevo esclava, de nuevo ese ente privado de voluntad (que es lo mismo que estar privado de libertad) que sólo puede amar y entregarse incondicionalmente a su distante y cruel tirano. Tirano. Tiranuelo. Dictador de pacotilla, pequeño y casero führer cuyo único talento real consistía en su prodigiosa habilidad para componer música fuera de este mundo y para tocar la guitarra como un verdadero dios pagano. Eso era todo lo que había en él. De eso se componía esta octava maravilla que yo adoraba tanto. Pero entonces, en aquella tarde fría y soleada ("e iluminada por su presencia", sigue acotando la poeta mala), eso era todo lo que yo necesitaba. Lo que yo quería. De eso tan inasible y fantasmal y hasta utópico (¿acaso pude alguna vez atrapar entre mis piernas sus talentos o reproducirlos en mi escritura?) se conformaba el universo para mí. Y su olor y el contacto eléctrico de su pelo y el caudal sonoro de su voz retumbando a través de sus huesos en mis oídos y las bromas y las cosas que sólo nosotros sabíamos y que sólo a nosotros nos hacían tan felices... O eso creíamos. O, mejor dicho, eso creía yo. 
Las horas se pasaron volando esa tarde de un invierno tan parecido y tan distinto ya a éste y todavía creo recordar que cuando él se fue (¿habré de decir "cuando volvió a su casa con su mujer y sus hijos"? mejor no, para qué aclararlo a esta altura) la sensación de beatitud, ese neto estado de gracia, prosiguió y el "impasse" en el que estábamos se rompió, desde luego, y hasta recuerdo haberle dicho que eso era todo lo que yo quería, estar así con él y nada más, compartir esas minucias, esas nadas tan magníficas, una vez más las míseras migajas del opíparo banquete con las que yo siempre me conformaba. Eso era todo lo que yo quería, sí, pero eso no era todo y, por supuesto, no duró. No había forma ya de que todo eso durase. Era otra de nuestras imposibles burbujas y, por cierto, era una de las últimas. 
Y, como todas, estalló. 

18 de junio de 2010

Juira invierno (o la desfavorable curva climática actual)

Como ya saben (y si no les cuento) odio el invierno. Desde ayer que he comenzado a sentir las rigurosidades del frío con una pertinacia que me desagrada en extremo. Acaso porque no supe elegir mi guardarropas adecuadamente (¿por coquetería femenina?) o porque no supe calcular mejor la temperatura externa (entre las tantas cosas que soy, meteórologa no se cuenta entre ellas) tuve que aguantarme la fresca y refunfuñar embravecida cada vez que el viento osaba recordarme que sí, que ya llega, que ya empieza el fuckin' invierno.
Pero probemos un nuevo antídoto esta vez. En vez de refunfuñar, cosa que hago muy seguido, escribamos. Hagamos arte. O algo que se le acerque bastante. O mejor, que se le acerque mucho. Que casi no se note la diferencia entre "escrito terapéutico" y "escrito artístico" (en mi caso suelen ser lo mismo, pero no siempre...). Quizás una foto pueda ayudarnos. Estaba mirando fotos de mi amigo, confesor y padre espiritual, señor Daniel Medina, y la foto que aquí les comparto me envió, sin escalas, a una escena de película. 



Una de Humphrey Bogart, claro, en riguroso blanco y negro, con hombres trajeados y mujeres de cintura de avispa (ay, quién pudiera). Nueva York, la ciudad de los ocho millones de historias, se agita por detrás de esa hipotética ventana que no vemos pero intuímos en los chorros de luz que atraviesan las aspas del ventilador. Nueva York, Hell's Kitchen, un verano abrasador, imposible, inaguantable. Pero. Pero tenemos la dicha de estar en una fresca habitación de hotel, con este ventilador despeinándonos apenas mientras siesteamos que da gusto. El mismo sopor nos obliga a la horizontalidad más profunda, nos insta a apagar todos los motores y dejarnos arrullar por el monocorde sonido de las aspas que giran y giran... ¿Quién nos acompaña? Nos acompaña quien nosotros querramos, que para algo estamos soñando y soñando en grande. A mí me acompaña un morocho parecido a Georges Corraface, un poco más alto (me gustan altos) y un poco más grandote (me gustan grandotes, anoten), que apenas se tapa con una de esas hospitalarias sábanas blancas... Seguramente duerme boca abajo y deja al descubierto una espalda que más tarde llenaré de besos y caricias, su pelo es un regalo del cielo y sus manos se pierden en alguna de las "blancas colinas" que mi cuerpo ofrece impúdicamente al mundo cada día. Oh, sí... ¿Qué estuvimos haciendo antes de esto? Eso lo dejo librado a vuestra imaginación.
No sé a ustedes, pero a mí se me pasó bastante el frío...

17 de junio de 2010

La curva pedagógica

Creo que aún no termino de caer. O mejor dicho de creer. 
Creo que aún no termino de caer en la cuenta de que coordino un taller literario y creo que aún no termino de creer que soy perfectamente capaz de hacerlo. Durante años me privé de esta experiencia alucinante precisamente por "creer" que no la podría llevar a cabo; por creer que no estaba capacitada para ello, que yo "no servía" para esto. Tenía sobradas pruebas en contrario, pero tampoco las quería creer, lo cual viene a demostrar que ni ante las verdades más prístinas nuestras anteojeras mentales se corren un par de centímetros. No se corren hasta que no las arrancamos, es decir, hasta que hacemos aquello que tanto temíamos.
¿Qué era lo que me daba tanto miedo? me pregunto ahora (y me lo vengo preguntando desde que, con éxito, di la primera clase). No lo sé. Creía que "no me iba a salir", "que me iba a trabar", "que no iba a saber qué decir". Bueno, son temores normales, se podría aducir. De hecho, a veces las cosas no me salen, normalmente me trabo bastante y en ocasiones, sí, no sé qué decir, pero digo algo y punto. Pero el taller anda, camina. Los alumnos vienen, aunque no permanezcan siempre los mismos. Sin embargo, hay un grupo que se mantiene. Un grupo que le pone empeño, le pone garra, se entusiasma. Me entusiasma. 
¿Hablé ya de la etimología de la palabra entusiasmo? Es acaso una de las más bellas que nos hayan legado los griegos. Significa, literalmente, tener el dios (o lo divino, lo numinoso) adentro. Estar entusiasmado es estar poseído, en el buen sentido, por aquello que nos cautiva los sentidos. Una persona, un libro, un paisaje,  un poema, una canción... Estar entusiasmado es uno de los motores vitales de la existencia. Sin entusiasmo nada prospera. Sin entusiasmo nada se consigue. Y yo estoy, ¡alabada sea la creación!, entusiasmada con este taller. Espero que se note. Procuro que se note. Quiero que mis alumnos se vayan tan entusiasmados como yo e igualmente entusiasmados vuelvan cada miércoles. 
Hoy les hablé de Roberto Arlt, a quien, como ya saben, amo. A quien descubrí casi a la misma edad que Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, el alter ego del propio -y joven- Arlt, sale al mundo con su inocencia y sus ansias de invención a cuestas. A quien admiro profundamente, a quien siempre vuelvo, a quien nunca me cansaría de leer. Y hoy me escuché hablar con una seguridad que desconocía poseer de este hombre, y de su obra y de su época. Y confieso, no había preparado la clase. ¡Es que no había nada que preparar! Iba a hablarles de lo que amo, de lo que me entusiasma, de lo que me mueve: ¿qué necesitaba preparar? Nada. Todo estaba en mi mente, todos los datos necesarios para que aquellos que nunca lo habían leído comprendieran de qué se trataba y para que aquellos que sí lo conocían refrescaran algunos conceptos. Nada más. Y me sorprendí a mí misma, por el aplomo y la suficiencia con que hablé de este monstruo de la literatura argentina (y universal), ese mismo aplomo y suficiencia que veía en los profesores que admiraba y que nunca creía, por vaya uno a saber qué trasnochada idea de la autoestima y de la propia imagen, que yo alguna vez pudiera alcanzar. 
Por eso decía que aún no termino de "caer". O de creer, que casi parecen lo mismo. 
Conclusión (o moraleja): Nunca somos más nosotros mismos que cuando más poseídos estamos por aquello que amamos.

13 de junio de 2010

El día del escritor (un desvío biográfico-literario)

En general no suelo tratar estos temas por aquí pero hoy me parece una buena ocasión para recordar a la figura tan contradictoria que dio origen al "Día del Escritor" en Argentina. Cualquiera pensaría que el día del escritor en nuestro país debería surgir de nuestro escritor más famoso e insigne, es decir Borges, pero no. El día del escritor se celebra en el día del nacimiento de Leopoldo Lugones (1874-1938), al que se le deben muchas cosas, entre ellas la SADE, esa especie de museo viviente que ya lo era en tiempos de Roberto Arlt. También le debemos a Lugones la inserción (o quizás habría que decir imposición, pero bueno, no nos pongamos exquisitos) del Martín Fierro como el poema "fundante" de la argentinidad en el canon de la literatura nacional, a partir de sus conferencias en el Teatro Odeón recogidas luego en el tomo El payador (1916), verdadera operación política y cultural en momentos muy candentes para nuestro país. Lugones también engendró un hijo que fue jefe de policía y no dudó en inventar una de las cosas más nefastas que haya visto esta tierra, como la picana eléctrica. Lugones fue, como dijo Borges, "sucesivamente anarquista, socialista, elocuente partidario de los Aliados en aquella primera guerra civil europea que ahora llamamos la Primera Guerra Mundial, y predicó, al fin, la Hora de la Espada o sea el fascismo". Sí, todo eso fue Lugones y mucho más. 
Fue también un enorme poeta, capaz de algunas bellezas inigualables como las que dejaré más abajo y capaz también de algunos de los peores mamotretos de que se tenga memoria. A Lugones, como a muchos poetas, lo traicionaba la técnica y su destreza en el manejo del lenguaje. Pero así como era capaz de rimar "tul" con "abedul" o "biombo" con "combo", era también capaz de escribir páginas estremecedoras, tanto por lo formal como por el contenido, en su nunca bien ponderada como se debe La guerra gaucha (1905), una especie de orfebrería lingüística tan refinada que es difícil avanzar por ella sin desmayarse a cada instante o sin consultar un diccionario etimológico y/o de argentinismos cada cinco palabras. Hizo de todo, conoció a todos, se metió en política, adoró a una púber a la que le enviaba obscenas cartas firmadas en forma más obscena aún y fue, sin duda alguna, el prototipo del "poeta nacional" como bien lo pinta C. E. Feiling en su novela homónima. 
Sin embargo, sin la impronta de Lugones no entenderíamos, probablemente, las primeras épocas de Borges, quien le profesó la admiración no exenta de repudio que se le suele dispensar a los genios, ni tampoco entenderíamos a otros autores que crecieron bajo sus alas y que luego lo combatieron con saña, por ejemplo desde las satíricas páginas del diario Martín Fierro. Oliverio Girondo fue uno de ellos.
Por este señor se festeja hoy el Día del Escritor. Creo que es bueno saberlo: contradictorio, genial y rídiculo al mismo tiempo, deleznable y fascinante como casi todas las cosas que produce este país. Como muchos otros poetas e intelectuales de su generación (mi amado Horacio Quiroga entre ellos y mi también adorada Alfonsina Storni) se suicidó en 1938. 


OCEÁNIDA 

El mar, lleno de urgencias masculinas,
bramaba alrededor de tu cintura,
y como un brazo colosal, la oscura
ribera te amparaba. En tus retinas,

y en tus cabellos, y en tu astral blancura,
rieló con decadencias opalinas,
esa luz de las tardes mortecinas
que en el agua pacífica perdura.

Palpitando a los ritmos de tu seno,
hinchóse en una ola el mar sereno;
para hundirte en sus vértigos felinos

su voz te dijo una caricia vaga,
y al penetrar entre tus muslos finos,
la onda se aguzó como una daga.

Leopoldo Lugones

8 de junio de 2010

La curva melancólica (o reivindicación de los estados de ánimo políticamente incorrectos)

Días pasados, en el taller de escritura creativa al que asisto, se suscitó una breve discusión acerca de las sutiles o gigantescas diferencias entre las palabras "melancolía" y "nostalgia". Tal como yo sostenía en esa ocasión, la melancolía es una tristeza vaga e indefinida, en general de origen desconocido o suscitada por cosas con las cuales, en apariencia, no tiene relación alguna. Para mí, por ejemplo, un crepúsculo puede ser un punto de partida para la melancolía. No así para la nostalgia, que se trata, básicamente de la añoranza por algo perdido (sea esto un ser amado o un objeto). Para corroborar mis impresiones, acudí a uno de mis amigos más fieles, el diccionario, quien, casi siempre, termina dándome la razón.
En efecto, la melancolía es una "tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada", mientras que la nostalgia hace referencia tanto a la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos" (puesto que viene del griego "nostoi", el regreso) como a la "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida" que es, sin duda alguna, la que aflora en nuestro tango.
Todo esto viene porque he estado meditando acerca de estos estados del alma humana y me he percatado de que no soy ajena a la melancolía. No soy una extraña para ella ni ella lo es para mí. Y quiero hoy día, en este sencillo acto, reivindicar este sentimiento tan políticamente incorrecto, tan perturbador, tan desestabilizador que es inmediatamente tachado de matices negativos y es rápidamente enviado al diván del psicoanalista, cuando no al paraíso artificial del Prozac. ¿Por qué esta "necesidad" de extinguir un estado posible del alma humana? ¿Un estado que no le hace daño a nadie? Corrijo: que no le hace daño a quien la padece, en principio, pero sí a todos los demás engranajes que se agitan alrededor de él, principalmente aquellos que mueven las pesadas ruedas del capitalismo. ¿Por qué debemos estar siempre alegres y retozones, por qué no podemos ser dueños ni de nuestras más ínsitas tristezas? 
Tristezas vagas, errabundas, de flannêur decimonónico que saca a pasear sus miedos y sus desajustes por la gran ciudad o por los aturdidos campos; tristezas de mujer sola, malquerida, malacompañada, peor atendida, pero entera, cabal, suficiente; tristezas de los solitarios que se deslizan siempre furtivos, siempre atentos a algo que está más allá y que suele ser más interesante que lo que está más acá. Tristezas de estación de tren, de ómnibus de larga distancia, de ausencias y partidas, de boletos de ida que nunca volverán, de golondrinas que tampoco, de veranos que ya se hicieron ceniza. ¿Por qué íbamos a saber siempre qué hacer con nuestras vidas, por qué íbamos a saber siempre qué camino tomar, qué decisión acatar, qué pasión solventar? ¿Por qué no podemos tener momentos de vacilación, de extrañamiento, de ensimismamiento, de disgusto con uno mismo incluso? ¿Siempre tenemos que gustarnos y gustarles a todos? ¿Siempre tenemos que estar sonrientes? ¿Nunca podemos bajar los brazos, decir que ya no queremos más aunque no sepamos qué es lo que no queremos más?
Reivindico pues a la melancolía, a esa bilis negra que a veces nos aflora por los poros ultrasensibles y que no es digna de ser mirada ni con repulsión ni con condescendencia. La melancolía puede ser el punto de partida para el arte, para una reflexión más honda que la chata cotidianeidad que nos ahoga con sus espejeantes toxinas. La melancolía es un derecho que debemos ejercer en toda su plenitud sin que nadie se espante ni nos mande ipso facto al loquero. La melancolía no es censurable, no es repudiable: es ese momento en que el alma se interroga a sí misma, se cuestiona en su aparente vaciedad, se lubrica de sí misma para luego seguir funcionando en el caos salvaje que grita ahí afuera. 
La melancolía es una maravillosa incorrección política que todo artista debe permitirse de tanto en tanto. La alegría no fecunda, como ya dijera William Blake, sino el dolor. 

Más sobre la melancolía: 

- Wikipedia (bajo el rótulo "historia de la depresión")

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