24 de marzo de 2009

La curva de la mejilla

Hoy es un día raro. Hace exactamente 33 años que hoy es un día raro. Pero, a decir verdad, y a diferencia del año pasado, hoy no tengo ganas de plegarme a la medianía nacional y decir algo al respecto. O bien creo que lo diré, pero no aquí. Estoy soberanamente podrida de debates, de foros, de conferencias y de parloteos varios que nunca llevan a nada. Estoy más interesada en los debates de mi alma, en las conferencias que celebran sin mi consentimiento mis sentidos y en los ayes, gemidos y bravuconadas de mi corazón. Y como dijera Rubén Darío y refrendara mi amado Arlt, si a alguien esto le parece un sacrilegio o una herejía en medio de los terribles-momentos-que-estamos-viviendo, catullianamente digo que me importa un bledo y que bufen los eunucos. 
Finalmente, para no dejarlos con la intriga de mi folletín-culebrón telenovelesco y virtual, me despedí de mi hermoso musiquito. Por mail, desde luego, atendiendo a la virtualidad de la cosa, no podía ser de otra manera. Bueno, pudiera haber sido por el chat, pero, ¡oh, condenada!, fiel a mis malos hábitos no me animé. Comprendió la situación, dijo que conmigo había aprendido un montón de cosas, desde toda esa música extrañísima y maravillosa de la que tanto hablamos y escuchamos (aunque cada cual detrás de su pantalla, ¡maldito mundo conectado y desconectado a la vez!) hasta cómo ir a Hurlingham... y que nunca se iba a olvidar de todos los buenos momentos que vivimos on-line... Nunca mejor expresado. Me deseó que fuera "más que feliz" y que siguiera siempre por los senderos del arte. Bendito. Estoy segura de que si nos hubiéramos cruzado en otra circunstancia o si hubiéramos concretado el encuentro, habríamos vivido una hermosa historia de amor. 
Pero... ¿estoy realmente tan segura de eso? ¿O es lo que hubiera deseado y ante la desilusión transformo ese deseo en un anhelo aún más elevado e inalcanzable? Hum... menuda cuestión. He seguido cavilando acerca de estas cosas y me he ayudado con la lectura de un libro del psiquiatra y escritor Irvin Yalom, autor de la novela El día que Nietzsche lloró, cuya adaptación teatral en Buenos Aires he reseñado aquí. El libro se llama Remedios de amor (oh, sí, un guiño al licencioso Ovidio), pero en verdad, su título en inglés es Love's executioner. Es decir: el verdugo del amor. Dice Yalom que detesta ser el verdugo del amor pero que tiene que serlo: "El buen terapeuta combate la oscuridad y busca la iluminación, mientras que el amor romántico se sostiene por el misterio y se pulveriza al ser examinado."
No era exactamente esa la cita que quería traer a colación, pero igual viene bien. Acaso esta ¿inquietud?, este ¿encanto?, este ¿atisbo de algo que no sé bien qué es y que pudo o no ser amor?, que me produjo este bebote no resistiera el menor análisis ni la menor luz sobre él. Pero es bien cierto que, desde que las cosas se terminaron con el otro amor musical, él -y acaso nadie más, pero no es cierto, shh, hay alguien más, y muy cercano pero muy lejano a la vez- me produjo nuevamente esta clase de estrecimiento, de sensaciones, de galopes tiernos y desesperados en el corazón. Sólo por eso he decidido guardar su bello recuerdo y evitar que caiga en ese pozo negro donde cayeron, de inmediato, todos los demás esperpentos y payasos que he conocido en este tiempo. 
La cita que quería traer a colación pertenece a Proust. Proust no es autor de mi agrado, aun cuando como sabéis (y si no, os lo digo ahora), el siglo XIX en general y especialmente el francés ejerce sobre mí una fascinación inusitada e inquebrantable (ahora estoy leyendo a Guy de Maupassant, por ejemplo). No le pude entrar a Proust. Dios sabe que lo intenté. Tenía que leerlo para la facultad, no podía andar con vueltas ni remilgos. Pero no pude. Justamente porque él, al menos en lo poco que leí, se la pasaba en vueltas y remilgos. Pienso también que mi estado mental de aquel entonces no contribuyó demasiado a hacérmelo fácil; estaba en las antípodas del bueno de Marcel, y no soportaba la morosidad, el detenimiento azorado y premeditado en el detalle, la terrible banalidad de la experiencia, el goce con la minucia y con lo mínino. Quizá ahora fuera distinto, si probara a leerlo de nuevo. No lo sé. 
El caso es que es un manantial de citas para todo tiempo, evento y lugar. He comprobado que cada vez que se lo cita, queda uno no solamente bien sino con una enseñanza bajo el brazo (razón de más para leerlo, me digo, pero ¿por qué yo nunca encuentro estas citas tan vivificantes?). Y este es el caso del fragmento de Proust citado por Yalom que quiero compartir con uds.: 

"Llenamos el perfil físico de la criatura que vemos con todas las ideas que ya nos hemos formado de ella, y en la imagen completa de ella que nos hacemos en la mente, aquellas ideas tienen con seguridad el principal papel. Al final llegan a cubrir tan completamente la curva de las mejillas, a seguir tan exactamente la línea de su nariz, se funden tan armoniosamente con el sonido de su voz que éstas no parecen ser más que un envoltorio transparente, con lo que cada vez que vemos la cara u oímos la voz de esa persona son nuestras propias ideas de ella lo que reconocemos y escuchamos."

¿De quién nos enamoramos entonces? ¿De los otros o de nosotros mismos? ¿De lo bueno que no podemos ver en nosotros mismos y que proyectamos en un otro que calza justo en nuestro engarce? ¿Y por qué a veces no podemos deshacernos de la gema que con tanta justeza y presteza calzó en nosotros para que una nueva joya venga a ocupar ese lugar? ¿Por qué hacemos todo lo posible por evitar el cambio de gemas? ¿Por qué un rostro, una voz, una forma de decir 'hola' se quedan grabadas a fuego en la mente y no hay forma de arrancar esos vestigios? Si todos somos un accidente ¿por qué este aferrarnos a otros accidentes, a otros objetos contingentes?
No lo sé. Son las cosas que me pregunto después de terapia, después de leer a Proust vía Yalom y después de sepultar una nueva ilusión que parecía prometer tanto y que, como tantas, quedó en la más absoluta ¿y curva y desviada? nada.

1 comentario:

Daniel Medina dijo...

Vaya como deseo y secreto sortilegio para alguna confesión:

...sueña la talla del día
del día en que fui y del que soy
que el de mañana, alma mía
lo tengo soñado hoy...


Silvio Rodríguez

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