10 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas VII II (final)

Doy por finalizada esta serie de posteos. Los que ya hayan entrado a Curious Expeditions habrán visto que hay muchísimas más fotos de bibliotecas que las pocas que yo traje hasta aquí. Hoy, sin embargo, quiero postear la foto más extraña del conjunto, una que precisamente no es curva ni tiene nada que ver con las curvas... Aunque quizá tenga más que ver con los desvíos...
Como dije la última vez que anduve por acá son días locos, llenos de idas y venidas, de cambios de última hora (por ejemplo, ya es la tercera vez que reprogramamos el asado de fin de año con mis compañeros de trabajo), algunos proyectos llegan a su fin o toman nuevos rumbos, se concretan cosas que ya parecía que nunca iban a concretarse, otras tendrán que seguir esperando a que la rueda se vuelva a poner en marcha en marzo del año que viene y de la nada pueden surgir nuevos amores, romances y por qué no, la esperanza, ingenua, cursi, tonta, pero esperanza al fin, de que el año que viene las cosas serán mejores, lo que, en mi universo unilateral, mítico y pequeño quiere decir que pensaré menos en él y más en ciertas personas que me rodean e inquietan (en el mejor sentido del término...) cada vez más; que no perderé más tiempo añorando lo que fue, lo que no pudo ser o lo que ya nunca será y me concentraré en lo que sí puede ser (sobre todo si me animo a dar algunos pequeños pasos y unos pocos saltos); que no soñaré más con el temido/ansiado reencuentro sino que me preocuparé por los nuevos encuentros, los encuentros con lo desconocido, con los amores, los hombres, las historias y las ciudades que aún no revistieron con su luz mis pupilas... En definitiva, que tengo la ingenua, cursi y tonta esperanza de que el año que viene llegaré más lejos que en este y que, tal vez, por fin, pueda decir que he dejado atrás lo que tanto daño me hacía (y hace, cada vez que yo lo dejo).
Oops, no era la idea ponerme autorreferencial de nuevo, pero sabrán disculpar, también es una época propicia para este tipo de "informes" o de "estado de la cuestión". También es cierto que las noches están cada vez más dulces, más perfumadas, más olorosas, lenta pero persistentemente su oscuridad se pone cada vez más sedosa, más invitante, más diligentemente rabiosa y yo, ¡oh, al fin!, ya no deseo estar o pasar esas tibias noches, tan prometedoras, sublevantes e intoxicantes noches, con quien siempre he estado o he deseado hacerlo en el pasado, si no ¡albricias! con alguien que aún no conozco pero intuyo y vislumbro... ¿cómo no iba entonces a tener esperanzas?
Y tal vez esté rematadamente loca como el omnímodo y silencioso (pues molido a palos estaba) protagonista de la escena que copiaré a continuación, pero no me importa, al fin siento que hay luz al final de este túnel que he llamado "la vida sin I." y que de ahora en más será llamado, simplemente, la vida o eso que pasa mientras nosotros hacemos otros planes o eso que los libros se emperran, inútil y gloriosamente en retratar.

"Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vio, volviose a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
-No -dijo la sobrina-; no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-; que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esta razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
(...)
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó el ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-Válame Dios -dijo el cura, dando una gran voz-; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-, pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
-Estos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay, señor! -dijo la sobrina-. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
(...)
-Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
-La Galatea de Miguel de Cervantes -dijo el barbero-.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero- y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano.
-Todos estos tres libros -dijo el cura- son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio."

Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha.

1 comentario:

Cristian M. Piazza dijo...

Hola Analía,

Maravilloso colofón.

He tenido unas semanas difíciles pero el resultado ha sido satisfactorio.

Beso

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