1 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas, V

Me faltaba encontrar (o elegir) algún pasaje literario que transcurriera en una biblioteca; sólo me faltaba uno porque los dos finales ya los tenía elegidos desde el comienzo mismo y cuando los lean comprenderán que era de cajón que así sucediera. Pero me faltaba el de hoy y me puse a recorrer con los ojos y la mente mi biblioteca y sólo aparecía el caos de sus estantes, en prolijo orden alfabético (adoptado luego de que el número de libros fue lo suficientemente respetable y las búsquedas lo suficientemente frustrantes como para reemplazar el viejo sistema del "orden de adquisición"), con su conveniente división en literaturas nacionales (están los estantes de literatura "universal", los de literatura argentina -que crecieron exponencialmente con la realización del diccionario y se transformaron en siete estantes -si contamos el piso como uno de ellos- y una mesa llena a rebosar de libros que no entraron en esos seis estantes + el piso, los de literatura española -que también crecieron bastante ya que amo dicha literatura-, los dos escasos estantes que le he dedicado a la literatura latinoamericana -y sí, mi espíritu cosmopolita prefiere siempre la literatura inglesa, norteamericana, francesa, rusa, etc.-, el respetable estante con los clásicos griegos y romanos, algunos en su idioma original, y el estante flotante e inexistente que alguna vez dedicaré a la literatura erótica, donde espero insertar, valga el verbo, una novela o una serie de cuentos ídem muy pronto), con el escozor que me produce no ver cada libro en su lugar, el escozor, el horror, la cosquilla molesta en la base del cráneo que ello me produce y la esperanza al decirme "será una bella tarea para las vacaciones ordenar la biblioteca" sabiendo que, muy probablemente, no lo haré, pero no importa, la intención también cuenta... Mis ojos vagaban, decía, perdidos, cuando rápidamente me dirigí a los estantes de mi amada literatura española (insisto) para más rápidamente aún dar con lo que estaba buscando... una escena que transcurriera en una biblioteca y no podría haber encontrado una mejor que ésta. De uno de mis autores españoles favoritos, de una de sus mejores novelas lejos y de una mordacidad y subversión flagrantes, tal como a él, un contrera (que no un hortera) cabal, le encantan (y tanto le encanta que hasta juega con su propia autorrepresentación en este pasaje):

DE NUEVO EN LOS PAPELES

Lectores de la Biblioteca Nacional: enterrados en el mausoleo de la cultura, vagáis por pasillos y salas de lectura como sonámbula hueste de espectros. Examinad la palabra Tumba inscrita en la pared, a la derecha de la entrada, Rue de Richelieu; pensad en que al cabo de un tiempo moriréis de una vez: ¿no sería mejor instilar algo de poesía en vuestras vidas, antes de pudriros también, como los libros y manuscritos que leéis, en otro vasto y crepuscular cementerio?
En el silencio fúnebre que os envuelve, eruditos pacientes, necrófagos ápteros, carcomen y devoran, como múridos, el saber programado. Parásitos de la historia, insectos de la filosofía, emulan las hazañas de la polilla. Como en hospitales y salas de disección, el aire apesta a yodo y formol. ¿No sentís deseos de emerger a la luz, percibir los aleteos del corazón, captar la brusca palpitación de la sangre? Abandonad el yermo sepulcro. Escuchadme.
Sin necesidad de introducir y espachurrar puñados de moscas entre las páginas de los clásicos, como cierto oscuro y maligno escritor en una modesta biblioteca de Tánger [se refiere a él mismo en su novela Reivindicación del conde Don Julián], podéis liberaros no obstante de vuestra torpe e inútil melancolía. Seguid, como yo, a una niña -Ina, Magdalen, Agnès, Dora- a alguna de las salas vetustas y sentaos frente a ella en la mesa, atrincherados con un muro de libros de consulta, procurando que el haz de la lámpara os mantenga discretamente en la sombra. Mientras ella recorre las páginas de algún manual piadoso o devocionario, exquisita en su traje de Primera Comunión, con velo y toca inmaculados y blancos verificaréis que su atención se centra, por ejemplo, en el contenido de dos obras alevemente incluidas en la colección de lectura infantil: Nuestra Señora de las Flores y El milagro de la rosa [se trata de dos novelas del francés Jean Genet, no aptas para niños...]. La adorable criatura absorberá las crudezas y obscenidades del texto con inefable candor. Sorpresa, interés, rubor, pasmo, se pintarán sucesivamente en su expresión, colorearán las delicadas mejillas. Su rostro soñador, las manos inmóviles en el regazo, la tela arrugada del vestido sugieren la existencia de una sensualidad naciente, tal vez la velada invitación a un dios todavía desconocido: algo como para robar el sueño al imaginario catador y estimular súbitamente su apetito. ¡Es el momento ideal para dejar caer una estampita a vuestros pies y suplicar que la recoja con sabia y bonachona sonrisa! Abriréis entonces la gabardina y se la enseñaréis: ¡en aquel lúgubre panteón del deseo, la dulce chiquita de ojos claros experimentará, estad seguros -y os lo hará compartir también a vosotros-, la emoción más terrible e intensa de su vida!

Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla.



P. D.: Como una súbita iluminación de lo alto acabo de recordar otras escenas de una novela aún más célebre que ésta, francesa ella, que también transcurren en una biblioteca, por lo que creo que habrá una yapa...

1 comentario:

Cristian M. Piazza dijo...

"La biblioteca de noche" de Alberto Manguel no es una novela pero es un libro que considero de cabecera sobre estas anécdotas bibliófilas.

Beso apergaminado

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